viernes, 19 de abril de 2024

La verdad del agua

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Ramiro Merino

Procesión de Jesús Nazareno 2024 | Fotografía: Pablo de la Peña

19-04-2024


Días de lluvia y llanto. En esta asociación, por demás tan inmediata, plasmaba Javier Blázquez el poso de una Semana Santa que casi todos presumíamos más acogedora en lo meteorológico. La lluvia, el llanto, la nieve... el protagonismo del agua en unos días en que, por motivos muy diversos, las calles de nuestras ciudades acogen multitudes atraídas por la devoción, la curiosidad, el descanso o la diversión.

La Semana Santa reúne la diversidad en torno a un Cristo que se revela como centro de la Historia, no solo a través del arte y la iconografía, sino también en la gente del pueblo que define su identidad en las tradiciones más arraigadas. Y este pueblo, que prepara impaciente la celebración de su fe en los ritos y las procesiones, que se vuelca en cuerpo y alma para mostrar todo lo que conserva y mantiene con orgullo inquebrantable, se desborda en llanto inevitablemente. Llora de alegría si la bonanza climatológica permite que sus imágenes procesionales inunden las calles de emoción y silencio, de música o recogimiento. Y llora también desconsolado si, después de los preparativos y las ilusiones, no puede traspasar el recinto de la iglesia o la catedral y se ve obligado a esperar un año más. Las cofradías han afrontado el riesgo de exponer el valioso patrimonio artístico que tienen el deber de conservar o han decidido no salir y celebrar la fe en el interior del templo.

Cuántas horas de trabajo, ensayos, preparativos, organización. Cuántas ilusiones concentradas en unos días, unas horas, unos momentos. El orgullo de llevar en andas la imagen del Cristo, la Virgen. La brillantez de una música solemne que no llenará los rincones de la ciudad, que se apagará entre las paredes del entorno eclesiástico. La música encadenada, como los pies del penitente, que tampoco conmocionarán miradas incrédulas o rostros complacientes.

El agua que ahoga las lágrimas de los cofrades, los deseos de los devotos y los creyentes privados de la contemplación de las procesiones. El agua que desbarata los planes, los preparativos, las ceremonias, los encuentros, las expectativas. El agua que provoca inundaciones, desastres materiales y humanos. Pero también el agua que purifica y renueva unos campos sedientos como nunca, el agua que colma los embalses agotados, el agua que salva cosechas que se daban por perdidas, el agua que viene a poner las cosas donde la naturaleza ‒que no el hombre‒ decide.

Ya dice el saber popular que nunca llueve a gusto de todos, lo que viene a ser el reconocimiento implícito de la afirmación opuesta. La realidad de agricultores y hosteleros así lo confirma. Todos ellos habrán experimentado, sin duda, ejemplos ambas caras: le recuperación de sus maltrechos bolsillos o el desvanecimiento de las optimistas previsiones. Y probablemente los acontecimientos intercambiarán papeles y protagonismo en años sucesivos. Y la Semana Santa renovará su esencia, porque así debe ser, independientemente de nuestros designios y para gloria de nuestras aspiraciones. Al final se impone la verdad del agua, misteriosa, imponente y decisiva. No en vano el mismo Cristo se nos reveló como el agua definitiva que saciará nuestra sed de eternidad.

 

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