Días de lluvia y llanto. En esta asociación, por demás tan inmediata, plasmaba
Javier Blázquez el poso de una Semana Santa que casi todos presumíamos más acogedora
en lo meteorológico. La lluvia, el llanto, la nieve... el protagonismo del agua
en unos días en que, por motivos muy diversos, las calles de nuestras ciudades
acogen multitudes atraídas por la devoción, la curiosidad, el descanso o la
diversión.
La Semana Santa reúne la
diversidad en torno a un Cristo que se revela como centro de la Historia, no
solo a través del arte y la iconografía, sino también en la gente del pueblo
que define su identidad en las tradiciones más arraigadas. Y este pueblo, que
prepara impaciente la celebración de su fe en los ritos y las procesiones, que
se vuelca en cuerpo y alma para mostrar todo lo que conserva y mantiene con
orgullo inquebrantable, se desborda en llanto inevitablemente. Llora de alegría
si la bonanza climatológica permite que sus imágenes procesionales inunden las
calles de emoción y silencio, de música o recogimiento. Y llora también
desconsolado si, después de los preparativos y las ilusiones, no puede
traspasar el recinto de la iglesia o la catedral y se ve obligado a esperar un
año más. Las cofradías han afrontado el riesgo de exponer el valioso patrimonio
artístico que tienen el deber de conservar o han decidido no salir y celebrar
la fe en el interior del templo.
Cuántas horas de
trabajo, ensayos, preparativos, organización. Cuántas ilusiones concentradas en
unos días, unas horas, unos momentos. El orgullo de llevar en andas la imagen
del Cristo, la Virgen. La brillantez de una música solemne que no llenará los
rincones de la ciudad, que se apagará entre las paredes del entorno eclesiástico.
La música encadenada, como los pies del penitente, que tampoco conmocionarán
miradas incrédulas o rostros complacientes.
El agua que ahoga las
lágrimas de los cofrades, los deseos de los devotos y los creyentes privados de
la contemplación de las procesiones. El agua que desbarata los planes, los
preparativos, las ceremonias, los encuentros, las expectativas. El agua que
provoca inundaciones, desastres materiales y humanos. Pero también el agua que
purifica y renueva unos campos sedientos como nunca, el agua que colma los
embalses agotados, el agua que salva cosechas que se daban por perdidas, el
agua que viene a poner las cosas donde la naturaleza ‒que no el hombre‒ decide.
Ya dice el saber popular
que nunca llueve a gusto de todos, lo que viene a ser el reconocimiento
implícito de la afirmación opuesta. La realidad de agricultores y hosteleros
así lo confirma. Todos ellos habrán experimentado, sin duda, ejemplos ambas
caras: le recuperación de sus maltrechos bolsillos o el desvanecimiento de las
optimistas previsiones. Y probablemente los acontecimientos intercambiarán
papeles y protagonismo en años sucesivos. Y la Semana Santa renovará su esencia,
porque así debe ser, independientemente de nuestros designios y para gloria de
nuestras aspiraciones. Al final se impone la verdad del agua, misteriosa,
imponente y decisiva. No en vano el mismo Cristo se nos reveló como el agua
definitiva que saciará nuestra sed de eternidad.
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