Detalle de La resurrección de Cristo, tabla
pintada por Fernando Gallego hacia 1485 (El Campo de Peñaranda, Salamanca) |
01-04-2024
El relato del Evangelio de San Marcos en que se describe la Resurrección del Señor consta de cinco versículos únicamente: «Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado.» (Mc 16,9-14).
Se apareció primero a María Magdalena de la que había echado siete demonios. María estaba en una situación personal y social, humanamente hablando, muy deteriorada y por ello extraña que fuese la primera en ver al Resucitado. Sin embargo, podemos intuir que lo amaba más, no, tal vez, porque fuese mejor sino porque lo necesitaba más. La debilidad humana está presente en todos nosotros de la misma forma. No somos humanos de forma mejor o peor, somos humanos. María, la de Magdala, había experimentado en Jesús una posibilidad, una luz, un camino… que a ella le daba la oportunidad de salir de sí misma y le devolvía la dignidad que ella había derrochado. Ella lo necesitaba.
Los once, en cambio, tenían ante sí que eran identificados como preferidos por Jesús y podían sufrir lo mismo que él. Tienen miedo a «perderse», es decir, a ser aniquilados. No son capaces de salir de sí mismos, como la Magdalena, al encuentro del Señor. Y eso que lo conocían mejor que nadie. Se han quedado solos. Además, siendo ellos los doce, esperarían ser los primeros en recibir la visita del Resucitado desde hacía casi tres días.
No. No somos preferidos a otros. Solo Jesús es el Predilecto, el Amado. Nadie, solo él, ha cumplido la voluntad del Padre, amar. Cada uno tenemos una misión, pero esa misión no nos hace preferidos, no nos coloca a la altura de Jesús. Únicamente podemos seguir sus pasos, cargar con nuestra cruz cada día y seguirle. Intentar colocarnos a su altura nos hace acreedores de las palabras que escuchó san Pedro después de la confesión: «Tú eres el Mesías». Cuando intenta corregir a Jesús, al anunciar el Señor su pasión, escucha lo que no esperaba: «Atrás de mí, Satanás, que me haces tropezar». Él es el Señor y va delante de nosotros a Galilea, él ha venido a buscar lo que estaba perdido…
Guardarnos a nosotros mismos supone encerrarnos, como los discípulos, justificándonos o excusándonos. Esperando que la muerte nos aniquile. Necesitarlo, como María Magdalena, supone salir al encuentro de los otros hasta encontrarlo, como dice san Juan de la Cruz, por «un no sé qué» que se alcanza por ventura. Esto es lo que ocurre a los otros dos de los que habla el Evangelio de Marcos más arriba citado.
¡Feliz Pascua!
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