01-05-2024
A Yago que hará su
primera comunión este mes
Ahora que vino la primavera conviene
recordar que el toreo empieza con el crepúsculo del otoño en fincas, dehesas y
plazas de tientas. Porque el torero torea hasta cuando sueña o tiembla en
pesadillas ante cinqueños imaginarios, si uno se ha doctorado, o con erales
discretos si se comienza en este mundo platónico hecho muerte sin igual.
Así, hay toreros que esbozan pases y
suertes en soliloquios, para prepararse en el campo, en unas jornadas donde,
aunque el riesgo se reduce al mínimo, con animales «preparados», acompañado de
un selecto grupo de personas, donde ganaderos (obviamente), apoderados, mozos
de espadas y personal de la cuadrilla, se deleitan con la preparación del
torero para acometer las embestidas físicas y sobre todo psicológicas de la
nueva temporada que atisbará cuando los pitones del toro puedan distinguir, a
modo de Ramadán pascual, la fina y delgada línea del horizonte cuando el sol
despunte al alba.
Esto, dicho así, es lo que se llama «puerta
cerrada». Hay a veces, también (gracias a Dios las menos) en que se puede
determinar legalmente torear a puerta cerrada; pero generalmente, los toreros
torean a puerta cerrada para prepararse debidamente en el campo.
Es curioso, porque esa preparación a
puerta cerrada tiene lugar, muchas veces en el campo abierto de los cerrados de
dehesas, rodeado de un montón de gente que mira también por sus intereses. El
ganadero se siente agasajado por la presencia de figuras en sus ganaderías. El
torero intenta preparase sin grandes dispendios y todos quedan contentos. Además,
el ganadero, mayorales y vaqueros incluidos, pueden medir sus toros ante lo que
supone una lidia sin presidencia en una jornada donde la lidia, el buen
ambiente, la gastronomía campera y el agro, maridan por doquier.
Hace ya más de un mes terminábamos una
Semana Santa «a puerta cerrada», al menos en sus días grandes. No olvidemos
que, aunque desde las instancias turísticas se nos conmina a hacer de cada
estupidez un día grande por mor de intenciones pecuniarias, los días grandes de
la Semana Santa siempre serán el Jueves Santo y el Viernes Santo (sí, ya sé que
el Domingo de Pascua, resucita felicitando a Prócula).
Así, coincidiendo con el cambio de luna,
como suele suceder, vino Noé a nuestra Semana Santa, con su arca y sobremanera,
su diluvio. Fueron muchas las estaciones de penitencia suspendidas y otras,
salieron como góndola veneciana con el agua por encima, haciendo del palio un
paraguas majestuoso ante tanta soledad nocturna.
Ante todo, esto hay que aclarar, o más
bien secar, que la mayor parte de penitenciales optaron por el sentido común de
evitar la lluvia y proteger el patrimonio cultual y humano.
Decía mi buen amigo (y compañero
levantino), Artuch, tan navarro en origen como el espárrago, y más mediterráneo
que Serrat y Mercadona, que, si tu preocupación en Semana Santa es que
lloviera, nada iba a cambiar o nada había cambiado en tu vida.
Bien es cierto que los cofrades miramos
al cielo (cielo digital ahora de Brasero, Jorge Rey, Accuweather, Maldonado…).
Hasta las Cabañuelas son fiables a la hora de arrimar el hombro al banzo o
costal que más calienta. Y se lo dice uno bien concienciado con la sequía,
mirando cómo van los embalses cada martes. Hemos de agradecer, una vez más,
que, gracias a capillos, pasos, tronos, imágenes, cruces, costales, fajas,
morcillas, prestes y capirotes, como si de una superstición ancestral se
tratara, el agua hizo su presencia continua y jodiente en la Semana Santa, haciendo de la misma, una Semana Santa
a puerta cerrada. Pudimos ver nuestros pasos dispuestos a salir, estáticos ante
las cortinas del agua derramada por la sucesión de borrascas. Muy especialmente
sentí, como hermano raso, que no saliera mi Hermandad Dominicana, con la cual,
aunque mantenga divergencias severas, felicito a su hermano mayor, su sabia
decisión de no ser fiel a su ecosistema. En mi ciudad de origen penitencial,
ese día, este que les musita entre líneas, salió con su cofradía, la del Dulce
Nombre de Jesús Nazareno, sin mojarse, pues no llovió nada durante toda la
Procesión de los Pasos, y llevé con orgullo, por dentro de mi hábito o túnica
la medalla del Jesús de la Pasión, que gentilmente me hizo llegar la Hermandad
Dominicana, tras su extravío en una mudanza.
El quedarse en casa, el suspender una
estación de penitencia, supone una serie de pérdidas que van más allá de lo
económico. Dicho sea de paso, las cofradías y hermandades, al igual que la
tauromaquia, tenemos menos subvenciones y ayudas que los Verdes en Ciudad
Rodrigo. También supone la frustración de aquellos que durante todo el año
hacen de su hermandad su casa: Pepín, un alcohólico rehabilitado que sale
adelante gracias a que un grupo de hermanos apostó por él; Gracia, una madre
soltera que procesiona con el capillo
de la ilusión de darle a su hija lo mejor que tiene, su fe y su esperanza.
Gelo, un padre separado al que las circunstancias de la vida lo abocaron a
abandonar a los suyos y abandonarse en un mar de tempestades. Marifé, una
humilde limpiadora que lleva con orgullo una de las insignias de su estación de
penitencia sintiéndose la más importante delante de «su» Cristo. Tisco, un
jubilado, al que le pagan un café y siente como, desde su vejez, transmite a
los jóvenes sus mil batallitas en la hermandad y que, cuando se suspende la
estación de penitencia, ahoga sus lágrimas en una copa de aguardiente porque no
sabe si va a poder contar la siguiente. Liberta, a la que sus padres, como
buenos anarquistas, educaron en el odio a la fe, surgido este de un conflicto
que solo importa a cuatro (uno y medio de cada bando y un tonto que
intermedia), pero que se conmovió al sentir con su corazón las mecidas de un
palio y que, año tras año, sin pisar el solado de templos y capillas, está en
primera fila para ver la «levantá» de su Esperanza. Fidel, al que las
tragaperras sumieron en una crisis tremenda y algún fin de mes tiene que
recurrir a la bolsa de caridad para afrontar el alquiler, la luz o el gas,
durmiendo cada noche con una estampa del Cristo o Virgen de «su» hermandad.
Ismael, que tiene en Topas su residencia discontinua (como los parados de la
Yoli) un día sí y otro también, pero que desea que su permiso coincida con su
estación de penitencia para prometerle al Señor enmendar su vida hasta que
vuelva a «Hacer la Pascua» a alguien. Y, qué decir de Martín, Fabio, Yago,
Hugo, Lucía, Inés, Victoria, Alejandra, Carmen… esos niños que sueñan cada
primavera con ponerse la túnica y cumplir el mandato evangélico de acercarse a
Dios en la Vía Dolorosa. Sus lágrimas inundan más el alma que los charcos de
los aguaceros las baldosas pétreas de la Plaza del Concilio de Trento, las
Úrsulas, San Julián, la Veracruz, el Carmen de Abajo, el Arrabal, Pizarrales o
Fonseca. Parece que hubo una «ventana» (llaman así a la estupidez de no asumir
que el toro a puerta cerrada tiene pitones) en la Puerta de Ramos cuando debió
sonar, en noche de Viernes Santo, Virgen
de las Aguas.
Porque, sí, querido Artuch; cierto es
que la climatología es impredecible y que no nos puede determinar en nuestra
fe. Pero, más aún, nuestros carboneros de la fe sencilla, también se acercan a
Dios cuando hay sol (y se alejan cuando llueve). Y eso, los teólogos, prestes,
cardenales, obispos y arzobispos no podemos cambiarlo. Ni siquiera el ebúrneo
argentino, por muy Papa de Roma que sea. Porque Dios sale al encuentro del
cofrade al atardecer de horizontes secos. Los que llevamos tiempo en esto hemos
vivido soleras, heladas, granizadas, lluvias, nevadas… y la fe, aun
momentáneamente, se resiente. En esta Semana Santa, la furia de Unamuno habitó
las nubes. «Venceréis, pero no convenceréis…».
En el sur quisieron una Semana Santa a
puerta cerrada; una Semana Santa prostituida con reservas de sillas e
itinerarios. Con fastos y gastos. Con apariencias bien avenidas. Y se jodió.
Porque todos los que quisieron una Semana Santa a puerta cerrada, como los que
eligieron el cartel de Salustiano, alimentando el ego del onanismo cofrade de
arzobispos, juntas y gobiernos por igual, recibieron del Dios de la vida lo que
pidieron: una Semana Santa a puerta cerrada. Cerrada a cal y canto en templos,
iglesias, capillas, carpas, casas y paneras. Yo no quiero eso en Salamanca. Si
algo tenemos es la apertura de chiqueros, corrales, puertas grandes y chicas,
calles, plazas y rúas a todos.
Lo dicho, a puerta cerrada no siempre
llueve a gusto de todos. O, ¿sí?
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