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10-05-2024
La imagen de Cristo, sobre todo el crucificado, ha estado siempre asociada a interpretaciones simbólicas de lo más original. Ello ha dado lugar a titulaciones, casi siempre populares, que a priori pueden resultar de lo más sorprendente. Otras veces ha sido el creador artístico quien deliberadamente ha propuesto denominaciones que, en principio, nada tienen que ver con las devociones, aunque a posteriori hayan podido surgir análisis que le han dado un sentido trascendente. Los colores, sin ir más lejos, han contribuido a dotar de un simbolismo antropológico ‒con frecuencia entreverado en lo teológico‒, insuficientemente estudiado, a la imagen de Cristo.
En la Semana Santa, tenemos el
ejemplo paradigmático del Cristo Negro, en Cáceres, una imagen gótica singular
del siglo XIV, tallada en madera africana muy oscura, casi negra, y con rasgos
etiópicos en el rostro. De ella se dicen cosas tan terribles como que si
alguien la toca sin fe muere en el acto. La historia de la imagen está asociada
a episodios tan dolorosos y truculentos como las epidemias de peste y los
ajusticiamientos de reos. En una procesión sobria y solemne a más no poder,
durante la noche del Miércoles Santo desfila por las calles de la ciudad vieja
cacereña esta imagen con su cofradía, que viste el hábito negro de los
benedictinos.
Otro crucificado asociado a los
colores es el Santo Cristo Verde, de la Cofradía de los Estudiantes de
Antequera. Es una imagen del siglo XVI vinculada inicialmente a uno de los
conventos franciscanos de Granada, con reminiscencias góticas y un más que
evidente influjo del primer Renacimiento italiano. La imagen siempre se ha
vinculado al color verde, puesto que en los inventarios se mencionaba como el crucificado
de carnación sinople, es decir, con matices verdes. Y, efectivamente, el
encarnado de la policromía tiene algunas tonalidades verdoso-marfileñas.
El antiguo Virreinato del Perú ha
mantenido con bastante pureza las devociones relacionadas con el Cristo
crucificado. En la línea que estamos contemplando, destaca el Señor de los
Milagros, en Lima. En su procesión otoñal arrastra decenas de millares de
devotos. Los integrantes de su hermandad visten una túnica nazarena y por esta
razón, popularmente se habla del Cristo morado, aunque también muchos lo
denominan moreno amparados en la tradición apócrifa que asigna la autoría de la
imagen inicial a un esclavo africano trasladado al Perú en el siglo XVI. Más
reciente es la asignación del color azul a un crucificado encontrado, durante
unas obras de restauración, entre los muros del convento barroco de San
Francisco en La Paz, Bolivia. Según parece, el color azul fue dispuesto por los
franciscanos para convencer a los indígenas de la divinidad de Cristo, pues
según sus antiguas creencias era el color de los dioses. Y tal como se
encontró, sin cruz, el Cristo azul se venera en un arcosolio de la iglesia
franciscana.
El color rojo, en España,
necesariamente nos lleva a las ideologías. Y en la localidad berciana de
Bembibre hay un Cristo Rojo. Durante la insurrección de 1934, los mineros de la
Cuenca del Sil se adueñaron de Bembibre y, tras proclamar la República
Socialista en el Ayuntamiento, quemaron la iglesia románica, pero indultaron la
imagen de un Cristo, Sagrado Corazón en este caso. Las razones, parece,
residían en lo llamativo del color rojo del corazón y manto. Después, le
colocaron un cartel que decía «Cristo rojo, a ti te respetamos por ser de los
nuestros», y lo llevaron a las barricadas. El Cristo Rojo se hizo muy popular y
llegó a ser portada de alguna revista. Cuando se controló la situación, trató
de revertirse la situación aludiendo a que fue precisamente el amor de Cristo,
reflejado en el corazón, lo que movió las conciencias de los insurrectos. Pero
el apelativo de Cristo Rojo quedó ya para siempre entre quienes lo vivieron.
Para terminar dos ejemplos más,
de la pintura, que no podemos eludir. Una de las obras más conocidas de Gauguin
es El Cristo Amarillo, de 1889, que
se puede ver en un museo americano de Buffalo. El boceto a lápiz forma parte de
los fondos de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza. El cuadro fue concebido
en su etapa bretona de Pont-Aven y después lo replicó en un autorretrato, lo
cual da idea de lo mucho que lo apreciaba. Para pintarlo, se inspiró en un crucificado
del XVII venerado en una capilla a las afueras del pueblo, pero le dio el color
amarillo. Estamos ante una de las obras que más influyeron en el fauvismo,
dando ya primacía y autonomía plena al color. Con esta obra portentosa, el
autor dota de enorme tensión el drama del calvario. Alejado de la Iglesia, como
estaba, reivindica la espiritualidad de las gentes sencillas.
El otro ejemplo es de Marc
Chagall, la Crucifixión blanca. Este
pintor judío, de origen bieloruso, dedicó algunas obras a temas cristianos,
como el crucificado. Quizás con la intención de acercar a judíos y cristianos,
aborda el tema de la crucifixión. Cristo, a fin de cuentas, era judío. Su
Cristo blanco lo pinta en 1938, cuando ya se intuía el holocausto judío. La
obra se puso de moda poco después de que la paloma se posara sobre Bergoglio y
este reconociera que era su pintura preferida. Los símbolos son numerosos y
Cristo se representa como un judío, con la menorá
a sus pies. Al fondo se ve una sinagoga incendiada y aparecen los judíos
expulsados de su tierra, Rusia en este caso.
Simeón, el anciano justo y
piadoso del templo, tomó a Jesús niño en sus brazos y oró ante Yavé: «Este ha
sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será un signo de
contradicción para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos
corazones» (Lc 2,34). Efectivamente, ningún personaje ha suscitado tantas
controversias y contradicciones como Jesús el Nazareno. La simbología de los
colores también ha contribuido a enriquecer todas estas interpretaciones que
son, en todos los sentidos posibles, escándalo y locura.
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