lunes, 27 de mayo de 2024

Tres estaciones para una procesión eucarística

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 Tomás González Blázquez

Foto: T.G.B.

27-05-2024

 Aunque en algunos lugares esto no se pueda hacer, sin embargo, conviene no perder la tradición de realizar procesiones eucarísticas. Sobre todo, búsquense nuevas maneras de realizarlas, acomodándolas a los tiempos actuales, por ejemplo, en torno al santuario, en lugares de la Iglesia o, con permiso de la autoridad civil, en parques públicos (n. 144 de la instrucción Redemptionis Sacramentum, 25/3/2004).

Esta sugerencia, o aún más, recomendación, de la entonces Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, hoy Dicasterio, inspiró la instauración en 2008 de la Fiesta Sacramental de la Cofradía de la Vera Cruz, el domingo siguiente al de Corpus Christi. Al cabo de dieciséis años son ya muchos los recuerdos vinculados a esta jornada tan entrañable, en la que el paso que cruza el dintel de la capilla dorada, mientras repica la campana, es el más importante de todos, el mismo Cristo presente real y verdaderamente en la Eucaristía. Por poner un simple ejemplo, Daniel, uno de los que portó en aquellos comienzos el palio en el que Nati se esmeró para cubrir el transitar del Señor, lo sostuvo en sus manos consagradas en la última vigilia pascual celebrada en la Vera Cruz. El tiempo pasa y Él permanece guardando los nombres de todos.

Próximos ya a la mañana del 9 de junio, cuando este año se celebrará la Sacramental de la hermandad decana, me detengo en tres lugares de la arboleda franciscana donde Unamuno sintió para escribir «toma tierra el cielo, cielo la tierra, carne de Cristo». Para Juan Domínguez Berrueta, que dejaba «a los poetas cantar las bellezas» y «a los románticos forjar sus sueños», el secreto del Campo de San Francisco son los árboles. Seguramente tuviera razón, esos árboles que dan la sombra suficiente y permiten que la luz juegue con el agua, con el bronce, con la piedra.

Alrededor de la fuente de la Taza, en el corazón del parque, la asamblea hace parada, primera estación, para terminar su canto procesional y escuchar en silencio el chorro que evoca aquel surtidor hacia la vida eterna revelado a la mujer samaritana: el mismo Señor, contenido sobriamente en el viril de la custodia, «el círculo del círculo, el infinito centro de lo blanco» en versos de Colinas. La infinitud de Dios, su centralidad, hermanan la blancura eucarística del Pan vivo con la de la vestidura bautismal, el agua viva en la que se muere para la muerte del pecado y se nace para la vida de la gracia.

Ante el San Francisco según Venancio Blanco, el receso, segunda estación, sirve para mirar hacia el origen seráfico de la cofradía y para poner su presente y su futuro en las manos del Señor, en sus palmas heridas y resucitadas como llagadas fueron hace ocho siglos las palmas del santo de Asís. De él escribe Tomás de Celano: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón».

Finalmente, antes de regresar al templo, donde se trazará la cruz de la bendición, la tercera estación ha de ser ante la cruz, pétreo crucero que huele a madera santa y florecida, la cruz en su sitio, la cruz en su tiempo, porque desde antiguo hubo allí cruz de humilladero, cruz de Vera Cruz, mucho antes de que alguien con poca o mala memoria decidiera contar los años de la Historia como a.F./d.F. en lugar de a.C./d.C. La Cruz es el primer y definitivo altar en el que el Cuerpo se hace Santísimo y la Sangre se derrama como Preciosísima.

Por eso, sobre todo por todos ellos, perseguidos y escondidos, coaccionados o recluidos, porque en muchos lugares esto no se puede hacer, conviene no perder la tradición de realizar procesiones eucarísticas, y que la Sacramental de la Vera Cruz, la de San Esteban, la de la Universidad, la de San Martín cuando salgan sus restauradas andas, y más si cabe la procesión diocesana de Corpus Christi, sean una afirmación pública y orante de que vive entre nosotros el Amor de los amores.

 

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