En
estas fechas del año, al comienzo del estío, la celebración religiosa más
significada (por razones no solo espirituales sino antropológicas y culturales)
es la de san Juan Bautista. Con
permiso del Corpus Christi, claro está, que puede ser en estos días o hace
mucho, en función del calendario pascual, que como sabemos es variable. Pero
san Juan el Bautista permanece inalterado en este inicio veraniego. Y se trata,
como decimos, de una de las solemnidades más arraigadas en nuestra tradición
católica.
Es
la figura del Bautista ‒y su festividad‒ un cúmulo de circunstancias, detalles,
factores, anécdotas, verdades, dudas, puntualizaciones… a cuál más interesante.
Citarlas todas, aunque sea brevemente (no hablemos ya de intentar arrojar
alguna luz en las cuestiones que puedan ser más controvertidas), excedería con
mucho el tamaño ‒y el propósito‒ de estos billetillos, así que nos limitaremos
a comentar alguno de los aspectos más llamativos.
Sin
ninguna duda, lo primero que atrae nuestra atención es el hecho de que, en
nuestro santoral, es la única figura
(fuera del propio Jesucristo y de la Virgen María) de la que celebramos su nacimiento. Lo habitual
en todos los casos es festejar la muerte del santo o la santa, porque en
definitiva son su nacimiento a la vida eterna, la Vida de verdad. Pero no así
en san Juan Bautista, del que conmemoramos su venida al mundo, aunque también
su muerte o martirio, el 29 de agosto, concretamente.
Por
qué se ha elegido precisamente el 24 de junio también interpelaría nuestra
curiosidad. Evidentemente esta fecha se fijó a posteriori de la determinación
de la Navidad. O sea, es una celebración vicaria al nacimiento de Jesús. Porque
si el arcángel Gabriel le anuncia a María «ya está de seis meses la que llamaban
estéril» (Lc 1,36) para referir el embarazo de Isabel, es forzoso suponer que
Juan nacería seis meses antes de Jesús. Y seis meses antes del 24 de diciembre
es… el 24 de junio.
Fechas
ambas que ciertamente están, por demás, bastante cercanas a los
correspondientes solsticios de invierno y verano. Lo cual tiene todo el sentido
antropológico y espiritual. Pues Jesús es la Luz que viene a iluminar el mundo
y por eso le corresponde inaugurar el crecimiento de los días con el solsticio
de invierno. Y así, si a alguien le compete representar el otro solsticio, qué
menos que lo haga su precursor, aquel que anuncia a la Luz que viene al mundo…
Y
decimos que están cercanas a los solsticios, no que lo sean. Porque, a pesar y
en contra de la creencia popular más extendida, la noche de San Juan no es la más corta del año. Porque no
es la noche solsticial. Ese momento del cambio estacional (lo mismo para el
invierno que para el verano) varía cada año, y se produce en una horquilla que
fluctúa entre las últimas horas del 20, todo el 21 y las primeras del 22. En
concreto, este año de 2024, la entrada oficial del verano se produjo a las 20:52
del día 20, con lo que aquella ‒y no la del 23‒ fue la noche más corta de este
año. Para el día 23, ya había ganado algún minuto de oscuridad…
Otro
punto que nos llamaría la atención se refiere al parentesco de Jesús y Juan.
¿Eran primos? Evidentemente, primos hermanos no podían ser. ¿Primos segundos o
lejanos…? Pues en realidad no hay ninguna base evangélica ‒ni histórica‒ que
nos permita afirmar cualquiera de estas posibilidades. Una vez más, a pesar y
en contra de la creencia popular más extendida, Jesús y san Juan Bautista no
eran ninguna clase de primos. Y ni siquiera podemos afirmar que compartieran
alguna mínima genética. En verdad, dicha categorización de relaciones se basa
únicamente en una tradición muy asentada. Y esa tradición parte de la creencia
en el vínculo familiar de sus madres. El relato popular de que María e Isabel
eran primas. Por lo tanto, sus hijos, primos también.
Pero
en realidad esa afirmación es una interpretación errónea del pasaje evangélico.
San Lucas (1,36) pone en boca del ángel: «Mira Isabel, tu pariente…»; nada más ni nada menos. No obstante, la tradición
popular, ha pensado que ese parentesco ‒ya que no de hermanas‒ tendría que ser
el de primas y así se ha creído y transmitido históricamente, sin una base real
que lo respalde. En el original lucano, el término griego que se usa es el de syngēnés, compuesto de syn- el prefijo que indica una
multiplicidad de elementos o que se comparten circunstancias, y la raíz gēnés, que tiene que ver con la
genética, el engendrar… Por lo tanto significaría etimológicamente el que comparte genética o el que pertenece
a una misma unidad familiar, por sangre o por matrimonio. O sea,
simplemente, pariente.
Lo
malo es que en griego neotestamentario ese vocablo puede usarse (sobre todo en
un mundo como el judío, de organización familiar clánica) para referirse a
cualquier parentesco más o menos cercano o lejanísimo, pero también a personas
que pertenecían al mismo grupo religioso (fariseos, saduceos, esenios) aun sin
vínculo genético o por matrimonio, o incluso a personas pertenecientes a la
misma tribu. Cosa que en María e Isabel resulta más difícil de creer, por
cuanto la madre de san Juan tenía que pertenecer a la de Leví (estaba casada
con un sacerdote, Zacarías) y de María creemos estar seguros de su filiación a
la de Judá.
Si
el autor hubiera querido especificar que eran algún tipo de primas, habría
usado el sustantivo adelphē, que ‒significando
propiamente hermana en griego clásico‒
se usa tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento para referirse a
hermanos, primos hermanos, primos segundos o lejanos, y hasta sobrinos (así, adelphós, llama Abraham a su sobrino Lot
en la versión de la Septuaginta). Por
eso aparecen en los evangelios los pasajes en los que se habla de los hermanos y hermanas de Jesús.
Pero
ese es otro tema, muy largo, denso y arduo ‒a la par que interesante‒ que nos
llevaría muy lejos, demasiado lejos. Quizá será cuestión de tratarlo en otra
ocasión…
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