Lunes de la XIII semana del Tiempo Ordinario, feria. Si nos
acercamos al calendario litúrgico, así se nos define este 1 de julio de 2024.
Los más curiosos quizá indaguen en ese otro apartado, más escondido: «ver propios de las diócesis y
familias religiosas». Entonces ya aflora una solemnidad o fiesta, según los casos, en alguno
de los calendarios particulares. Por ejemplo, el de la congregación de los
pasionistas o el de la archidiócesis de Valencia. Me refiero a la de la
Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, asumida tras la reforma
litúrgica durante el pontificado de San Pablo VI dentro de la solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi).
Cuestión que de vez en cuando supone quebraderos de cabeza,
pero que en general se puede resolver con armonía y sentido común, es la
convivencia entre las fechas tradicionales en que se honraba un misterio del
Señor o de la Virgen, o a un santo, y las que la Iglesia ha definido como oficiales
con ese mismo fin. Estos cambios han solido pretender la supresión de
duplicidades y la preeminencia del tiempo litúrgico, con su carácter cotidiano,
sobre la memoria aislada. Sin embargo, allí donde la devoción ha sido
conservada con más solidez o respaldo popular, se mantiene la celebración de
las fechas tradicionales, que no resultan incompatibles con las oficiales. Mientras
la Iglesia universal comparte la fiesta de la Santa Cruz y la memoria de los
Dolores de la Virgen, que en coherencia se han fijado de forma consecutiva, los
días 14 y 15 de septiembre, numerosas comunidades, sin dejar de celebrarlas,
custodian también con cariño y autenticidad el Viernes de Dolores al declinar
la cuaresma y la Cruz de Mayo en el renacer de la pascua. Aunque menos
frecuente por nuestras latitudes, ocurre algo parecido con esta fiesta de la
Preciosa Sangre.
El propio Directorio
sobre la piedad popular y la liturgia dedica un espacio amplio a considerar
la vigencia de la devoción a la Sangre de Cristo (nn. 175-179). Se detiene en
la revelación bíblica, tanto en la forma de figura del Antiguo Testamento como
en la de cumplimiento del Nuevo, y en los distintos títulos cristológicos de
Redentor, Sacerdote, Testigo, Rey, Esposo y Cordero de Dios. Entre las formas
piadosas cita la corona, las letanías, la hora de adoración o el via sanguinis, una devoción muy presente
en África a la que nos aproximó la Tertulia Cofrade Pasión cuando publicó en
2022 una sugerente edición titulada Uvas,
vino y sangre, con textos del padre Lino Herrero, misionero de Mariannhill.
Recuerdo haber participado en torno a aquellas fechas, invitado por el bueno de
Javier Blázquez, en un ejercicio del via
sanguinis en la parroquia de María Mediadora, oración que bien podría
rescatarse, contando quizá con los fieles de origen africano presentes en
nuestra iglesia salmantina.
Para los cofrades no es extraño referirnos a la Preciosa
Sangre, titular de numerosas hermandades y advocación de imágenes sagradas del
Crucificado. Nos es familiar, como lo era para el Papa San Juan XXIII, como él
mismo afirma en la carta Inde a primis
(30.6.1960) con la que se propuso fomentar el culto a la Sangre de Cristo.
Rescata una de las estrofas del Adoro te
devote, himno eucarístico compuesto por Santo Tomás de Aquino. Concretamente,
cuius una stilla salvum facere totum
mundum quit ab omni scelere (de la
cual una sola gota puede salvar al mundo de todo pecado). Tal es la capacidad
redentora de la Sangre de Cristo, derramada en la circuncisión, en la agonía de
Getsemaní, en la flagelación, en la coronación de espinas, en el camino al
Calvario, en la crucifixión y, finalmente, en la lanzada tras la expiración.
Así
se refiere el mencionado directorio a este último y definitivo misterio: el golpe de la lanza que atravesó al Cordero
inmolado, de cuyo costado abierto brotaron sangre y agua (cfr. Jn 19,34),
testimonio de la redención realizada, signo de la vida sacramental de la
Iglesia –agua y sangre, Bautismo y Eucaristía–, símbolo de la Iglesia nacida de
Cristo dormido en la Cruz. Hermosos pasos procesionales, como el de Zamora
que ilustra estas líneas, el de Sahagún o el de Medina de Rioseco, representan
la postrera herida del Señor, que al cicatrizar nos procura nuestra curación.
Al contemplarla nos brota del corazón invocar el suyo, traspasado de amor, con
las jaculatorias del Anima Christi,
esa preciosa plegaria que popularizó San Ignacio de Loyola a través de sus
Ejercicios Espirituales: Alma de Cristo,
santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del
costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, Buen Jesús,
óyeme! Dejarnos embriagar por la Sangre de Cristo, sabiendo que una sola
gota vence al mal que nos aflige, nos esconde en sus llagas y nos permite salir
al mundo para anunciar que vive, y que con el precio de su Sangre se ha pagado
nuestra salvación.
Cómo siempre genial!!
ResponderEliminar