29-10-2024
Imaginemos a Cristo en
las florecientes praderas de Galilea. Es primavera y las prímulas se mecen con
lentitud en las laderas. El clima es agradable y suave. La pobreza de sus
gentes es la humildad de quienes necesitan poco; en su alma no está la mancha corrupta
de quien conoce la abundancia. Son gentes sencillas, que son lo que son, como
los troncos de los bosques, como la brisa en el trigal. Imaginemos ahora
Jerusalén, con su inmenso trajín de serpientes, con un vientre insaciable que
no cesa de escupir, con sus fariseos que fingen ser lo que no son, con sus
mercaderes que comercian con las almas. Sus gentes están atadas al peso
terrible de la propiedad. Los que son pobres quieren más, lo que son ricos
también. Todo su ser se dirige hacia la acumulación de bienes terrenales. ¿Por
qué? Porque está en sus corazones el fuego indomable del poder. El poder
externo ata y subyuga, y es como un viento que impulsa al hombre por la vida
hacia un camino que no es el suyo. De este modo, impide que alcance su
perfección.
¿No fue acaso en la
ciudad, con su jerarquía superior de poder, donde se condenó a Cristo? Pero no
exculpamos a sus habitantes, solo señalamos que vivían presos en una estructura
superior de poder. Allí donde el poder más fácilmente se acumula, más ejerce su
tiranía sobre el individuo y más endurece con el desprecio su corazón. En este
sentido, Wilde apuntó sabiamente que cuando Cristo se dirigía a los ricos y les
instaba a que se desprendiesen de sus bienes, dándoselos a los pobres, no lo
hacía precisamente para el alivio de los pobres, sino principalmente para el
alivio de los propietarios, quienes estaban tan sometidos a la infinitud de
cargas que se derivan de la propiedad, que no podían realizar su perfección.
Esta actitud de Cristo nos dio muchos siglos más tarde a san Francisco de Asís,
como es bien conocido, y yo veo una clara relación entre este santo pastoral y
el Cristo de Galilea. A ambos los atraviesa la misma brisa fresca de los campos
que más tarde sería el perfume propio del Renacimiento, esa belleza indolente
de los niños y las flores. San Francisco huyó de Jerusalén a Galilea, esto es,
abandonó la ciudad y sus riquezas por el campo y la pobreza.
Galilea y Jerusalén son
dos etapas diferenciadas en la vida de Cristo, su jardín de luz y su jardín de
sombras. Renan expone maravillosamente las diferencias geográficas entre ambos
parajes. Jerusalén es una ciudad rodeada de aridez. En este caso, incluso la
geografía de ambas zonas sirve de símbolo para ejemplificar lo que sería la
vida de Cristo en cada lugar y es curioso que el último sitio donde hallase paz
fuese un huerto de olivos, quizás un recuerdo lejano de su tierra, de lo que
pudo haber sido y ya nunca será.
Porque Cristo no eligió
su perfección, fue el hombre y su corazón quien determinó el modo en que habría
de realizarla. Cristo, por esencia, contiene todos los tipos de perfección
posibles, pero tuvo que ser perfecto según el hombre, y por ello únicamente le
quedó el camino del sufrimiento y el dolor. Este es el Cristo medieval, el Cristo
propiamente de la Pasión, que ha de realizar su perfección en la muerte y en la
cruz. Ese es el camino que el hombre elige para él. Mas, fijaros hasta qué
punto son profundos los significados del símbolo, esto es solamente porque el
hombre no estaba preparado para otro camino superior.
Cuando se narra su
condena se evidencia que el individuo es el verdadero legado de Cristo aún más
si cabe que en sus palabras. Hay que entender el término individuo como aquel
que es lo que es, es decir, aquel que es uno mismo y realiza así su perfección.
En definitiva, aquel que no es conducido por fuerzas externas, sino por la
voluntad divina de su interior. A Cristo, como iba diciendo, lo condena el pueblo,
aunque el Individuo (Pilatos) trate de salvarlo para acabar cediendo a la
fuerza todopoderosa de la masa, hecho que lo convierte en una de las figuras
más trágicas de la historia, con su mancha escarlata que se lava eternamente en
una fuente cuya agua no la puede borrar. Es el fracaso del individuo frente a
la multitud. Y es bien sabido que la multitud tiene su propia alma diferente a
las almas de aquellos a quienes integra, a los que doblega y reprime.
El individuo puede o no
ser un tirano, pero el pueblo lo es siempre. Fue el pueblo el que eligió la
perfección del Calvario para Jesús porque la Masa ha de ser en toda época la
voluntad triunfante, o al menos así sentirlo, pues de lo contrario el poder se
encarna en ella y la sangre comienza a correr. El ejemplo más terrible de esto
es la Revolución Francesa y desde entonces los detentadores del poder han
aprendido bien a respetar al pueblo y se han cuidado de adormecerlo bien.
Pilatos habría elegido el perdón porque sentía simpatía hacia una naturaleza
extraordinaria como la de Cristo. Pero el poder dirige diabólicamente a la masa,
incluso en contra de sus propios dirigentes, pues al poder le trae sin cuidado
quien lo ostente. Su naturaleza es acumulativa, sus únicos fines son
concentrarse y ser.
Entonces nos
preguntamos: ¿Qué hubiese ocurrido si cada una de aquellas almas le hubiese
juzgado individualmente? ¿Cuál sería la perfección de Cristo? ¿Sería la del
Cristo de Galilea, con su temperamento amable y dulce? ¿Sería el Cristo
pastoral, recostado en un lecho de flores? ¿O el Cristo artista que descubre en
las almas el misterio del amor? Nunca podremos saberlo, a mí me gusta pensar
que hay un camino más refinado que el sufrimiento y la muerte para que el
hombre halle luz en su interior. Pero la aprehensión estética es una facultad
que poseen solo algunos individuos, mientras que hasta la masa conoce el dolor.
El pecado, he ahí la única forma de santificar al hombre, siempre que lleve a
comprender, esto es, al arrepentimiento. Esta es la verdad eterna y universal del
cristianismo. Por fortuna, san Francisco completó con su vida el símbolo, y por
ello se dice, y no en vano, que ha sido la persona más parecida a Cristo desde
Cristo. Hoy que la masa es más fuerte que nunca, como un Titán ciego y terrible
al que dirigen oscuras manos, quizás sea conveniente hacer esta reflexión.
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