miércoles, 16 de octubre de 2024

Diálogos de sacristía. Hijos del divorcio

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Enrique Mora González

Escena de sacristía en un óleo costumbrista de finales del siglo XIX

16-10-2024

 

La desorientación de un niño —comenzaba el sacerdote en su análisis a exponer delante de su avezado monaguillo meditando en alta voz, mientras paseaba por la sacristía, como ensayando el sermón— está garantizada y es un hecho cuando este tiene como paradigmas dos autoridades y potestades distintas, distantes, enfrentadas y contrapuestas. Bien es cierto que incluso en un matrimonio bien avenido una cosa es mamá y otra cosa es papá. Pero, en este caso, cuando se mantiene el matrimonio en su armonía, caben los contrapuntos polifónicos, con la necesaria y dinámica complementariedad de la misma verdad con sus dos caras. Pero hoy, como es manifiesto a todas luces, vivimos en la que podemos denominar, por aquello de poner nombres, en la cultura del divorcio.  

Pero, padre —le interrumpe el joven al cerrar un cajón mientras se afana primorosamente en colocar los ornamentos— ¿esto va para el sermón? ¿Va a hablar usted de moral de la familia cristiana? ¿Se atreve a meterse en ese berenjenal? ¡Mira que puede herir sensibilidades! Hablar de divorcios hoy en público y así es como entrar en una habitación a oscuras. ¿No iba a reflexionar hoy sobre la religiosidad popular? Una cosa y la otra mucho parece que no tienen en común. ¿Qué tiene que ver la velocidad con el tocino? Le comentaba con picadilla astucia y sincera advertencia el fiel monaguillo, ante el incoado discurso sacristero del buen cura al que tanto apreciaba. Que una cosa —añadió el joven Adrián— es hablar en la sacristía y entre amigos y otra predicar.

Tranquilo, hijo, repuso, que ahora me explico. Pero ya te advierto que al berenjenal o zarzal en el que ando pensando meterme es aún más gordo y espinoso que el que tú apuntas.

Mira, hijo mío, —continuó el cura que era clásico y paternal— el católico de a pie y con él la religiosidad popular (inclúyase aquí todo el «fenómeno semansantero») se encuentra en medio de una realidad de divorcio entre los «nuevos valores del mundo o cívicos» (entre ellos los de la 20-30), vendidos y comprados con aura cuasi-sagrada, a cuyo servicio está la «inquisición» de las leyes y el despliegue de la propaganda sistémica y su fe católica percibida esta —con mayor o menor conciencia de ello— como anticuada, por su vetusta edad; como rígida, por no haberse advenido a razones en totalidad a las anchas playas del tolerantismo hodierno; y confusa, por su acomplejo, derrota y evaporación en vaguedades «espiritualizantizadas», bastante mantecosas, además. Y el niño, en esta tesitura referencial, en medio de estos dos fuegos, que disimulan su enfrentamiento y hacen el pamplineo de llevarse bien por conveniencia, sobre todo por la parte más débil, al final, como cantaba Frank Sinatra y que ha alcanzado hasta la categoría de himno de las conciencias, concluye con aquello de a mi manera. A río revuelto, en este caso, ahogo de los niños.

Como ves, hijo mío, este camino (my way) es la conclusión necesaria y lógica.

Pero, padre, creo que sé por dónde va. La sociedad ahora no está por doblegarse a Dios y a la religión. ¿No estará veladamente proponiendo el modelo de las dos espadas de la Civitas Dei de san Agustín en estos tiempos que corren? Y con una sonrisa, ya socarrona, le añadió: ¿o pretende reproponer a Recadero, san Leandro y al tercer concilio de Toledo? Mire que eso no se lo compra nadie.

Bueno, bueno, no seas tan listo, hijo, y no me pongas palabras en mi boca que eso me sitúa en un brete tanto civil como eclesiástico. No quiero yo bretes, que hoy pintan en bastos por todas partes. La mejor palabra la que no se dice. Que la Iglesia hoy sigue mucho el ejemplo de don Abundio. Hoy solo se puede hablar para listos y ser como el buen arte, sugerencia, pero sin cerrar el círculo. Aquello de Jesús y te lo digo en latín: qui potest capere capiat. Que yo ya prefiero que no se me entienda.

Pero, padre, aquí hay confianza. ¿A qué se refiere exactamente con la cultura del divorcio? He atinado, ¿verdad?

Pues a ti te lo voy a decir claro, ya que no nos oye nadie, y es que el ser católico y el ser moderno al mismo tiempo es...

—Padre, calle, que viene gente. Le susurró haciendo a propósito ruido con la puerta del armario.  

Hola, buenas tardes. Sí, sí —le señaló el cura asintiendo con la cabeza a la buena señora que se asomaba a la sacristía— la misa es la de usted hoy. Sí, tranquila. Vaya en paz.

—Padre, mire a ver que nos quedamos sin gente. Le dijo sonriente Adrián.

Bueno, contestó socarrón el Padre, quizá vengan otros. No sé.

Mira, hermoso, volviendo a lo que hablábamos, a lo que me refiero es que la religiosidad popular nació y se desarrolló en el ambiente de una sociedad sacralizada y confesional. Pero esto hoy se ha ido al traste. ¡Y no me hagas recordar a los culpables! La religiosidad popular se ha quedado como un pez al que le quitan el agua en la que ha nacido, se ha desarrollado y era el hábitat que necesitaba para su salud y orden. Se ha quedado en medio de una balsa de líquidos sustitutivos en la que a malas penas respira. Con lo cual, que es a lo que vamos, la fe de los sencillos anda, sin culpa de ellos, como tantos niños hoy, sin saber muy bien por donde tirar, sin tener clara la orientación del mapa, en medio de una carretera sin señales ni marcas y con el aire brumoso. Por un lado, en mayor o menor medida, la gente ha asumido el principio de la autodeterminación individual y la laicidad como dogmas sociales y, por otra parte, manifiesta su necesidad de expresar su espiritualidad al modo clásico, en el caso de la religiosidad popular católica.

¡Ah, bueno! Le dice el joven con ironía. Si dice eso de autodeterminación individual y laicidad no va a tener problemas. Es como decir para la mayoría Nabuconodosor. Resuena mucho pero no les dice nada.

De todas maneras, padre, para ese problema que apunta ya está lo que tanto se está insistiendo y se dice. Y es que lo que falta en el pueblo cristiano es formación.

Uy, no toques ese palillo —le respondió el cura como si le hubiese pisado el callo del dedo gordo—.

¿Por qué, padre?

Porque —relajándose y mirando con precaución a derecha y a izquierda, le dice el cura con una sonrisa cómplice y maliciosa— los formados, o los llamados formados, son los peores, porque están más ideologizados (contaminados), en unos equilibrismos imposibles por necesidad. Se han adaptado a vivir enfermamente en la balsa de líquidos variados. Además, estos ya no se consideran parte de la religiosidad popular. ¡Están llenos de la dignidad sacerdotal del sacerdocio común! ¡Diaconisos y diaconisas desveladas! Pero, dejemos eso para otro día, no me hagas pecar, que voy a celebrar y se me enciende la santa ira. Porque tela del telón con las formaciones y los talleres. Me muerdo la lengua.  No me hagas criticar, malicioso, que bien me conoces.

En fin, la cuestión, creo yo —continuaba el cura en su cátedra— es que el pueblo fiel, la religiosidad popular que en él se da, querido Adrián, necesita como los niños de un ambiente armónico y limpio para poderse formar y desarrollar de una manera sana y natural sin necesidad de tantas charlas, ni de tantos psicólogos, ni de tantos parches sustitutivos. ¿Me entiendes?

Si uno acepta, como hijo bien adaptado a su tiempo, del «progenitor 1 o A» —que no sé muy bien en qué quedó la nueva denominación inclusiva— que uno puede autodeterminarse libremente y ser lo que uno quiera ser por encima de la ley natural, porque solo existe percepción y no realidad objetiva, que, además, el ser justo o injusto depende de si actúo solo y exclusivamente según mi conciencia —según los valores que yo elijo y diseño—, porque no hay una ley moral objetiva que debo acatar y, además, para más inri, el ser buen cristiano ya no está bajo el tamiz de seguir y cumplir la ley de Dios, porque esta la interpreta cada uno como bien puede, dentro de las coordenadas de la balsa infecta liberaloide, pues ya puede venir luego el «progenitor 2 o B» o Rita la cataora a querer poner orden. A lo que más se puede aspirar es a imponer ordenanzas (que no orden) para contener los desmanes y conservar unos mínimos. Una ordenanza o gobernanza sin pies (ni cabeza), pues no tiene ningún suelo donde arraigarse y no va a ninguna parte. ¿Me entiendes, caro mío universitario?

No me dirá —le repone el universitario acolito al cura— que es usted contrario a todos los reglamentos que se han hecho para poner un poco de orden en la religiosidad popular, en las hermandades y en el fenómeno semanasantero que tiene el peligro de derivar en algo sólo cultural.

Contrario no, Dios me libre, —le repuso el padre dejando un silencio—. Yo no soy contrario a nada, soy conciliar, faltaría más. Entiendo la sana intención. Pero me sonrío de todo ello porque se intenta solucionar las consecuencias a base de ordenanzas y no se va a las causas, por fatalismo y actitud acomplejada dimisionaria. Porque, además, si el B de los progenitores anda coqueteando, por desapercibimiento intelectual y debilidad moral, con los principios del A, pues apaga y vámonos. Lo que te decía del pez, hijo, el optar por poner vacunas, dar medicinas, insuflar artificialmente oxígeno a la balsa, en vez de atacar el problema en sí de la balsa, pues es un error, según mi humilde criterio.   

Pero, padre, entonces...

¡Chiisss! Apaga y vámonos. Le indica poniéndose el sacerdote el dedo en los labios.

Vamos a rezar un momento y preparémonos para la misa, que es lo importante. Ya seguiremos hablando. Mientras continuó el pobre cura musitando con suspiro el impone, Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos diabolicos incursus.   

(continuabitur)

 


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