16-10-2024
La
desorientación de un niño —comenzaba el sacerdote en su análisis a exponer delante
de su avezado monaguillo meditando en alta voz, mientras paseaba por la
sacristía, como ensayando el sermón— está garantizada y es un hecho cuando este
tiene como paradigmas dos autoridades y potestades distintas, distantes,
enfrentadas y contrapuestas. Bien es cierto que incluso en un matrimonio bien
avenido una cosa es mamá y otra cosa es papá. Pero, en este caso,
cuando se mantiene el matrimonio en su armonía, caben los contrapuntos
polifónicos, con la necesaria y dinámica complementariedad de la misma verdad
con sus dos caras. Pero hoy, como es manifiesto a todas luces, vivimos en la
que podemos denominar, por aquello de poner nombres, en la cultura del
divorcio.
Pero,
padre —le interrumpe el joven al cerrar un cajón mientras se afana
primorosamente en colocar los ornamentos— ¿esto va para el sermón? ¿Va a hablar
usted de moral de la familia cristiana? ¿Se atreve a meterse en ese berenjenal?
¡Mira que puede herir sensibilidades! Hablar de divorcios hoy en público y así
es como entrar en una habitación a oscuras. ¿No iba a reflexionar hoy sobre la religiosidad
popular? Una cosa y la otra mucho parece que no tienen en común. ¿Qué tiene
que ver la velocidad con el tocino? Le comentaba con picadilla astucia y sincera
advertencia el fiel monaguillo, ante el incoado discurso sacristero del buen
cura al que tanto apreciaba. Que una cosa —añadió el joven Adrián— es hablar en
la sacristía y entre amigos y otra predicar.
Tranquilo,
hijo, repuso, que ahora me explico. Pero ya te advierto que al berenjenal o
zarzal en el que ando pensando meterme es aún más gordo y espinoso que el que
tú apuntas.
Mira,
hijo mío, —continuó el cura que era clásico y paternal— el católico de a pie y
con él la religiosidad popular (inclúyase aquí todo el «fenómeno
semansantero») se encuentra en medio de una realidad de divorcio entre los «nuevos
valores del mundo o cívicos» (entre ellos los de la 20-30), vendidos y
comprados con aura cuasi-sagrada, a cuyo servicio está la «inquisición» de las
leyes y el despliegue de la propaganda sistémica y su fe católica percibida esta
—con mayor o menor conciencia de ello— como anticuada, por su vetusta edad;
como rígida, por no haberse advenido a razones en totalidad a las anchas playas
del tolerantismo hodierno; y confusa, por su acomplejo, derrota y evaporación
en vaguedades «espiritualizantizadas», bastante mantecosas, además. Y el niño, en
esta tesitura referencial, en medio de estos dos fuegos, que disimulan su
enfrentamiento y hacen el pamplineo de llevarse bien por conveniencia, sobre
todo por la parte más débil, al final, como cantaba Frank Sinatra y que ha
alcanzado hasta la categoría de himno de las conciencias, concluye con aquello
de a mi manera. A río revuelto, en este caso, ahogo de los niños.
Como
ves, hijo mío, este camino (my way) es la conclusión necesaria y lógica.
Pero,
padre, creo que sé por dónde va. La sociedad ahora no está por doblegarse a
Dios y a la religión. ¿No estará veladamente proponiendo el modelo de las dos
espadas de la Civitas Dei de san Agustín en estos tiempos que
corren? Y con una sonrisa, ya socarrona, le añadió: ¿o pretende reproponer a
Recadero, san Leandro y al tercer concilio de Toledo? Mire que eso no se lo
compra nadie.
Bueno,
bueno, no seas tan listo, hijo, y no me pongas palabras en mi boca que eso me sitúa
en un brete tanto civil como eclesiástico. No quiero yo bretes, que hoy pintan
en bastos por todas partes. La mejor palabra la que no se dice. Que la Iglesia
hoy sigue mucho el ejemplo de don Abundio. Hoy solo se puede hablar para listos
y ser como el buen arte, sugerencia, pero sin cerrar el círculo. Aquello de
Jesús y te lo digo en latín: qui potest capere capiat. Que yo ya
prefiero que no se me entienda.
Pero,
padre, aquí hay confianza. ¿A qué se refiere exactamente con la cultura del
divorcio? He atinado, ¿verdad?
Pues
a ti te lo voy a decir claro, ya que no nos oye nadie, y es que el ser católico
y el ser moderno al mismo tiempo es...
—Padre,
calle, que viene gente. Le susurró haciendo a propósito ruido con la puerta del
armario.
Hola,
buenas tardes. Sí, sí —le señaló el cura asintiendo con la cabeza a la buena
señora que se asomaba a la sacristía— la misa es la de usted hoy. Sí, tranquila.
Vaya en paz.
—Padre,
mire a ver que nos quedamos sin gente. Le dijo sonriente Adrián.
Bueno,
contestó socarrón el Padre, quizá vengan otros. No sé.
Mira,
hermoso, volviendo a lo que hablábamos, a lo que me refiero es que la religiosidad
popular nació y se desarrolló en el ambiente de una sociedad sacralizada y
confesional. Pero esto hoy se ha ido al traste. ¡Y no me hagas recordar a los
culpables! La religiosidad popular se ha quedado como un pez al que le
quitan el agua en la que ha nacido, se ha desarrollado y era el hábitat que
necesitaba para su salud y orden. Se ha quedado en medio de una balsa de
líquidos sustitutivos en la que a malas penas respira. Con lo cual, que es a lo
que vamos, la fe de los sencillos anda, sin culpa de ellos, como tantos niños
hoy, sin saber muy bien por donde tirar, sin tener clara la orientación del
mapa, en medio de una carretera sin señales ni marcas y con el aire brumoso.
Por un lado, en mayor o menor medida, la gente ha asumido el principio de la autodeterminación
individual y la laicidad como dogmas sociales y, por otra parte, manifiesta
su necesidad de expresar su espiritualidad al modo clásico, en el caso
de la religiosidad popular católica.
¡Ah,
bueno! Le dice el joven con ironía. Si dice eso de autodeterminación
individual y laicidad no va a tener problemas. Es como decir para la
mayoría Nabuconodosor. Resuena mucho pero no les dice nada.
De
todas maneras, padre, para ese problema que apunta ya está lo que tanto se está
insistiendo y se dice. Y es que lo que falta en el pueblo cristiano es
formación.
Uy,
no toques ese palillo —le respondió el cura como si le hubiese pisado el callo
del dedo gordo—.
¿Por
qué, padre?
Porque
—relajándose y mirando con precaución a derecha y a izquierda, le dice el cura
con una sonrisa cómplice y maliciosa— los formados, o los llamados formados,
son los peores, porque están más ideologizados (contaminados), en unos
equilibrismos imposibles por necesidad. Se han adaptado a vivir enfermamente en
la balsa de líquidos variados. Además, estos ya no se consideran parte de la
religiosidad popular. ¡Están llenos de la dignidad sacerdotal del sacerdocio
común! ¡Diaconisos y diaconisas desveladas! Pero, dejemos eso para otro día, no
me hagas pecar, que voy a celebrar y se me enciende la santa ira. Porque tela
del telón con las formaciones y los talleres. Me muerdo la lengua. No me hagas criticar, malicioso, que bien me
conoces.
En
fin, la cuestión, creo yo —continuaba el cura en su cátedra— es que el pueblo
fiel, la religiosidad popular que en él se da, querido Adrián, necesita como
los niños de un ambiente armónico y limpio para poderse formar y desarrollar de
una manera sana y natural sin necesidad de tantas charlas, ni de tantos
psicólogos, ni de tantos parches sustitutivos. ¿Me entiendes?
Si
uno acepta, como hijo bien adaptado a su tiempo, del «progenitor 1 o A» —que no
sé muy bien en qué quedó la nueva denominación inclusiva— que uno puede autodeterminarse
libremente y ser lo que uno quiera ser por encima de la ley natural,
porque solo existe percepción y no realidad objetiva, que, además, el ser justo
o injusto depende de si actúo solo y exclusivamente según mi conciencia —según
los valores que yo elijo y diseño—, porque no hay una ley moral objetiva
que debo acatar y, además, para más inri, el ser buen cristiano ya no está bajo
el tamiz de seguir y cumplir la ley de Dios, porque esta la interpreta
cada uno como bien puede, dentro de las coordenadas de la balsa infecta
liberaloide, pues ya puede venir luego el «progenitor 2 o B» o Rita la cataora a
querer poner orden. A lo que más se puede aspirar es a imponer ordenanzas (que
no orden) para contener los desmanes y conservar unos mínimos. Una ordenanza o
gobernanza sin pies (ni cabeza), pues no tiene ningún suelo donde arraigarse y
no va a ninguna parte. ¿Me entiendes, caro mío universitario?
No
me dirá —le repone el universitario acolito al cura— que es usted contrario a
todos los reglamentos que se han hecho para poner un poco de orden en la
religiosidad popular, en las hermandades y en el fenómeno semanasantero que
tiene el peligro de derivar en algo sólo cultural.
Contrario
no, Dios me libre, —le repuso el padre dejando un silencio—. Yo no soy
contrario a nada, soy conciliar, faltaría más. Entiendo la sana intención. Pero
me sonrío de todo ello porque se intenta solucionar las consecuencias a base de
ordenanzas y no se va a las causas, por fatalismo y actitud acomplejada dimisionaria.
Porque, además, si el B de los progenitores anda coqueteando, por
desapercibimiento intelectual y debilidad moral, con los principios del A, pues
apaga y vámonos. Lo que te decía del pez, hijo, el optar por poner vacunas, dar
medicinas, insuflar artificialmente oxígeno a la balsa, en vez de atacar el
problema en sí de la balsa, pues es un error, según mi humilde criterio.
Pero,
padre, entonces...
¡Chiisss!
Apaga y vámonos. Le indica poniéndose el sacerdote el dedo en los labios.
Vamos
a rezar un momento y preparémonos para la misa, que es lo importante. Ya
seguiremos hablando. Mientras continuó el pobre cura musitando con suspiro el impone,
Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos diabolicos incursus.
(continuabitur)
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