Traigo hoy la
exitosa obra de Edgar Neville donde Adela parece atrapada por el amor de dos
entomólogos, Pedro y Julián, uno marido y el otro a la que salta, repletos de esos
bichos que la madame, mientras se decide, quisiera deportar. Pongamos que por
aquí ese trío pasional lo conforman, también con sus bichos, una pasión
sevillana de YouTube y otra pasión sacrosanta, austera y pelín añeja, más
tradicional. De todas formas, tanto estas como Adela, lo que quieren es bailar.
Don Andrés Fuentes,
memorable párroco de San Martín, no faltaba a la cita cuaresmal sin obsequiarlos
con la publicación en prensa de una carta o diatriba, sobre la Semana Santa
para, supongo, infundir ánimos ante las celebraciones populares y, a ser
posible, hacernos desistir de tanto insustancial desfile. De todas, la que más
recuerdo es la del baile: «¿Hay algo más irreverente que bailar a un Cristo o a
una Dolorosa?», escribía el buen párroco, cuando ya enfilaba la senda Kika
neocatecumenal en su parroquia.
El baile también
atañe al cambio de costumbres, a la inflexión del tempo. Recuerdo un día de escuela
unitaria, municipal y laica donde se nos dice que hemos de ir al Carmen que
venía el Obispo. En fila allí fuimos, ordenados, sin preguntar y sin que nadie
nos preguntara. Era la confirmación: «Yo
soy el obispo de Roma, para que te acuerdes de mí, ¡toma!». Y cachete. Toda
esta casi ridícula función no pasó de una hora. Hoy se eternizan los cursillos
para confirmación y primera comunión, más de tres años. Pienso si a nosotros
nos convalidaron el cursillo por los siete años cumplidos de nacionalcatolicismo.
Pero volviendo a don
Andrés, que estará en la gloria porque en esto de la resurrección entrenó
intensamente en unas vigilias pascuales interminables, que acababan en
amanecida, que más bien parecía que la resurrección de Cristo se fabricaba
allí. Pues eso, que respecto al baile de imágenes sagradas y compungidas sí
tenga un tanto de abuso. Un crucificado moviéndose no procede de no asemejar
retortijones de dolor y del nuestro sabemos, por Velázquez, de su dulce quietud,
que por algo es el Cristo de San Plácido. Hay que llevarlo como al de la Buena
Muerte, zamorano o sevillano, como si siguiera en el altar.
Las Vírgenes
parecen otra cosa. La verdad es que por allá abajo van todas vestidas de fiesta,
como para ir al baile, pero habrá que contener la chicotá. Nada de golpes ni pasos atrás que recuerdan al tango o al
foxtrot y que las revirás no se
alarguen como la vigilia de San Martín.
Los nazarenos, con
su pesada cruz para llegar al Calvario, deben andar. A paso largo y poderoso,
como el Señor de Sevilla, a ritmo constante como el de La Salud, Manué de los gitanos. Sin música o con
música nunca les falla el compás.
Los pasos de
misterio, que siempre van con mucha gente encima, romanos, judíos, Caifaces o Pilatos, parece que tienen bula para elegir sones y cambian el
ritmo y cadencia a cada paso en San Gonzalo, casi un ballet cuando no siguiendo
en Triana, una especie de rejoneo hasta el punto de que el paso del moreno de
las Tres Caídas ha pasado a llamarse el del caballo.
En Salamanca solo
nos permitíamos redoblar el paso coincidiendo con el culmen de la música en el
turno de bajos de San Julián.
En fin: ¡Bailemos,
señores, que el Señor ha muerto!...
…pero resucitará
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