lunes, 21 de octubre de 2024

El caudal de la memoria

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Ramiro Merino

Un momento de la procesión de la Hermandad de Jesús Amigo de los Niños | Fotografía: Pablo de la Peña

21-10-2024


La memoria es un inmenso caudal de imprecisiones que juega con nosotros implacable y esquiva. A veces nos invade con la fuerza del viento poderoso y altivo que se cuela por todos los espacios del recuerdo. Parece que su impronta permanece imborrable sobre el paso del tiempo, que su juicio es preciso, incuestionable. Otras veces la sentimos tan frágil y distante que apenas nos alcanza con esbozos, con ecos.

Hace ahora cuatro años comenzaba mis colaboraciones con Pasión en Salamanca recordando momentos y vivencias de la Semana Santa de mi infancia, en un pueblo minero de la montaña palentina. He releído aquel artículo, que titulé «El peso (nostálgico) de los pasos», y siento que la memoria va tejiendo los recuerdos depurados por el tamiz de sensaciones cada vez más difusas y quizá sublimadas. Aun así, reconforta sentir de vez en cuando la caricia de instantes que el tiempo pretende arrebatarnos. Por eso he querido sumergirme de nuevo en aquella Semana Santa de mi infancia para indagar en lo vivencial, esto es, en lo que experimentaba y sentía aquel niño que presenciaba aquellos ritos y tradiciones que su imaginación revestía de una peculiar narrativa casi siempre.

Por ejemplo, se impone, entre la niebla distante de aquella tarde del Jueves Santo en sepia y blanco y negro, la fuerza solemne de la música con que la banda municipal acompañaba la procesión. Probablemente la interpretación adolecía de imprecisiones técnicas e interpretativas, pero en mi mente sus compases marciales y luctuosos permitían que los hechos sugeridos por los pasos se inundaran de épica y dramatismo. La música intensificaba el dolor y la injusticia patente de un inocente al que veía azotado, cargado con la cruz y finalmente crucificado. La estampa concentraba todos los ingredientes de un relato fantástico cuyos detalles se agolpaban en mi imaginación como un torrente de secuencias que debía hilvanar. Y había de hacerlo con la escasa coherencia que mis pocos años suministraban.

El relato que más de una vez había escuchado, fragmentado y matizado por las interpretaciones más variopintas, tomaba forma ante mis ojos absortos, desfilaba en instantáneas dramáticas y tensas. Y de repente sentía plenamente que yo formaba parte del cortejo. No era espectador pasivo, sino un elemento activo. Porque yo mismo portaba ni más ni menos que los clavos del Cristo crucificado, los instrumentos de dolor que sujetaban al Cristo humillado y maltratado a la cruz del martirio. No podía entender tanta maldad, tanto ensañamiento gratuito, tanta insensatez. Pero, realmente, el entorno también invitaba a la resignación y a la compasión: la televisión suspendía la programación habitual, la radio difundía música religiosa. Incluso los juegos y la diversión, pese a que estábamos de vacaciones, pasaban a un segundo plano.

El tiempo y la memoria, casi siempre a despecho del deseo, han ido modificando vivencias muy intensas. Y es posible que aquel niño, si pudiera volver a encarnarse y expresar lo que vivió, sorprendería al mismo que lo ha vuelto a soñar. Y habría que escribir la historia nuevamente.

 

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