21-10-2024
La memoria es un inmenso
caudal de imprecisiones que juega con nosotros implacable y esquiva. A veces
nos invade con la fuerza del viento poderoso y altivo que se cuela por todos
los espacios del recuerdo. Parece que su impronta permanece imborrable sobre el
paso del tiempo, que su juicio es preciso, incuestionable. Otras veces la
sentimos tan frágil y distante que apenas nos alcanza con esbozos, con ecos.
Hace ahora cuatro
años comenzaba mis colaboraciones con Pasión
en Salamanca recordando momentos y vivencias de la Semana Santa de mi infancia,
en un pueblo minero de la montaña palentina. He releído aquel artículo, que
titulé «El peso
(nostálgico) de los pasos», y siento que la memoria va tejiendo los recuerdos depurados
por el tamiz de sensaciones cada vez más difusas y quizá sublimadas. Aun así,
reconforta sentir de vez en cuando la caricia de instantes que el tiempo
pretende arrebatarnos. Por eso he querido sumergirme de nuevo en aquella Semana
Santa de mi infancia para indagar en lo vivencial, esto es, en lo que
experimentaba y sentía aquel niño que presenciaba aquellos ritos y tradiciones
que su imaginación revestía de una peculiar narrativa casi siempre.
Por ejemplo, se
impone, entre la niebla distante de aquella tarde del Jueves Santo en sepia y
blanco y negro, la fuerza solemne de la música con que la banda municipal
acompañaba la procesión. Probablemente la interpretación adolecía de
imprecisiones técnicas e interpretativas, pero en mi mente sus compases
marciales y luctuosos permitían que los hechos sugeridos por los pasos se
inundaran de épica y dramatismo. La música intensificaba el dolor y la
injusticia patente de un inocente al que veía azotado, cargado con la cruz y
finalmente crucificado. La estampa concentraba todos los ingredientes de un
relato fantástico cuyos detalles se agolpaban en mi imaginación como un
torrente de secuencias que debía hilvanar. Y había de hacerlo con la escasa coherencia
que mis pocos años suministraban.
El relato que más
de una vez había escuchado, fragmentado y matizado por las interpretaciones más
variopintas, tomaba forma ante mis ojos absortos, desfilaba en instantáneas
dramáticas y tensas. Y de repente sentía plenamente que yo formaba parte del
cortejo. No era espectador pasivo, sino un elemento activo. Porque yo mismo portaba
ni más ni menos que los clavos del Cristo crucificado, los instrumentos de
dolor que sujetaban al Cristo humillado y maltratado a la cruz del martirio. No
podía entender tanta maldad, tanto ensañamiento gratuito, tanta insensatez.
Pero, realmente, el entorno también invitaba a la resignación y a la compasión:
la televisión suspendía la programación habitual, la radio difundía música
religiosa. Incluso los juegos y la diversión, pese a que estábamos de vacaciones,
pasaban a un segundo plano.
El tiempo y la
memoria, casi siempre a despecho del deseo, han ido modificando vivencias muy
intensas. Y es posible que aquel niño, si pudiera volver a encarnarse y
expresar lo que vivió, sorprendería al mismo que lo ha vuelto a soñar. Y habría
que escribir la historia nuevamente.
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