Pocos son los artistas que en el
arte occidental han eludido en su obra la figura del crucificado. Hasta en
aquellos que, como Picasso a priori parecería imposible encontrarlo, cuando se
busca se encuentra. Ciertamente, en el malagueño universal, el artista más
completo del siglo XX, el crucificado es un tema marginal en su obra. No
obstante, desde los primeros tiempos y a lo largo de su evolución artística,
podemos documentar bastantes óleos y dibujos. Uno de ellos, realizado en 1959,
fue utilizado para el cartel anunciador de la Semana Santa de Málaga en 1998.
Especialmente significativas son
las representaciones realizadas al inicio de los años treinta. Avanzada la
década de los veinte, Picasso se acerca al surrealismo promovido por Breton. Él
nunca se consideró realmente surrealista, pero muchos de sus principios se
abren camino en su obra hasta hacer olvidar, de manera concluyente, la etapa
neoclásica. Es un tiempo en el que las inquietudes de un espíritu agitado por
las incertidumbres que surgen durante la Europa de entreguerras crispan su
pintura. En 1930 realiza sus dos obras más importantes con el tema de la
crucifixión, un óleo y carboncillo sobre papel, que se expone en el Museo
Picasso de Barcelona, y el óleo sobre lienzo del Museo Picasso de París. Los
estilos son muy distintos, pues el primero mantendría aún el gusto por lo
tradicional, mientras que el segundo se adentra plenamente en la concepción
pictórica del surrealismo picassiano.
Por qué Picasso realiza en
estos momentos varios dibujos y pinturas de Cristo crucificado sigue siendo hoy
en día objeto de debate. Él para nada era religioso. Incrédulo, comunista e
irreverente son algunos de los calificativos inherentes a su personalidad. Y,
sin embargo, no puede liberarse de la tradición hispánica que ha permeado
indeleblemente su personalidad. Y se es español, al menos antes era así, en la
medida que el cristianismo forma parte de la vida y la expresión del ser. Para
afirmarlo o para negarlo. Para defenderlo o para intentar destruirlo, porque la
visceralidad del anticlerical solo puede brotar en el seno de una sociedad en
la que el catolicismo ha arraigado con fuerza.
Hay quien asocia las
representaciones del crucificado en Picasso a sus momentos de crisis, pues para
él, a decir de Lourdes Peláez, la escena de la crucifixión «no representa solo
la muerte de Cristo, sino que va más allá en su búsqueda de mostrar la angustia
vital, la capacidad del ser humano de infligir dolor, el sufrimiento que ese
dolor causa a su vez y, sobre todo, el sacrificio». Las procesiones de su
infancia, en la Málaga natal, quedaban ya muy atrás. Pero sí es cierto que,
durante algunos momentos de dolor en la vida del artista, aflora la memoria del
Cristo crucificado. Esto se constata por primera vez con la enfermedad y muerte
de su hermana.
Hacia 1930, cuando realiza las
obras aludidas, Picasso no atraviesa uno de sus mejores momentos. Le preocupa
el avance del fascismo por Europa al inicio de la Gran Depresión y su vida se
desenvuelve entre la contradicción por la pasión que en él despierta Marie-Thérèse
Walter, su nueva musa, sin haber dejado aún a su primera esposa, Olga Khokhlova.
Al respecto, hay también asociaciones muy interesantes que demuestran cómo las
siete mujeres con las que estuvo Picasso condicionaron su evolución artística. La
etapa surrealista estaría vinculada a la presencia de la jovencísima Thérèse
Walter. La pasión desmedida que sintió por ella, unida a los nubarrones
políticos que él veía en Europa, dan lugar a unas figuras agudas y
descoyuntadas, influidas en lo estético por el arte oceánico que estaba por
entonces tan de moda en Francia. Las bañistas, inspiradas por Thérèse Walter,
son las obras más conocidas de este momento.
En consonancia con estas pinturas,
tendríamos que considerar la segunda crucifixión de 1930, que ilustra esta
columna. La distorsión de las figuras es tan acusada que apenas se reconocen.
Cuesta distinguir, aunque aparecen también, la Virgen y María Magdalena. Se
incluyen asimismo varias escenas de la Pasión, como el sorteo de la túnica, la
sed, con un hisopo de enormes dimensiones, el descendimiento y la lanzada con
un Longinos asimilado al picador de la corrida de toros. Como podemos apreciar,
la tauromaquia, otro signo de lo hispánico, nunca desaparece en la obra de
Picasso. Y como la piedad resultaría impensable en el malagueño, en uno de los
característicos arrebatos de cinismo, tan señalados por Dalí, el autor incluye,
como si fuera la tercera María al pie de la cruz, el perfil dibujado de Marie-Thérèse
Walter.
Esta crucifixión aglutina muchos
elementos. Y aunque la devoción queda excluida por razones obvias, en todo caso
sí apreciamos que la figura de Cristo en el momento supremo, el de la
crucifixión, estuvo presente en la ingente obra de Picasso, casi siempre en
aquellos momentos que sus inquietudes le llevaron a ahondar en ese sustrato
hispánico del que el hecho religioso forma parte indisociable de su ser.
0 comments: