Suena en el interior de la Iglesia de
San Martín la hora señalada, las diez de la noche; pero lo que más impresiona
es el sonido de apertura de las puertas del templo. Las antorchas encendidas,
el humo que da un cierto halo espiritual, el olor a incienso que todo lo
impregna y los hermanos que, en fila de a uno, comienzan la procesión.
Recojo mi antorcha y desciendo, peldaño
a peldaño, hacia la calle Quintana. Mi objetivo no es otro que el de vivir de
modo personal e íntimo las dos horas de recorrido de la Hermandad Franciscana y
ese carácter de reciedumbre y de recogimiento de la cofradía son el nido
perfecto para ello. Cubro bien mi cabeza y hago de la capucha mi cueva perfecta
para aislarme del ruido exterior. Al compás del sonido del tambor destemplado
de la hermandad comienzo a rezar, y es entonces cuando me encuentro conmigo mismo
y con Dios. ¡Qué fácil me estaba resultando! Esa paz interior o apatheia
que dirían los griegos… Solo siento las
pisadas de mis sandalias al contacto del pavimento y sigo la estela de la
hermana que me precede al procesar; la hermana no es otra que mi mujer,
simbolismo y alegoría que me llenan de orgullo y emoción. Cabeza hacia abajo,
orando al compás del tambor. El viento juguetea con las llamas de nuestras
antorchas y de vez en cuando estas lloran y dejan caer unas gotas de cera cual
lágrimas de dolor que besan nuestros pies y se aferran a nuestras sandalias
para no querer abandonarlas jamás.
A lo largo del recorrido, con nuestro
Santísimo Cristo de la Humildad, mostramos devoción y respeto hacia nuestro
Señor Jesucristo y queremos denunciar la persecución que sufren los cristianos
en todo el mundo y especialmente en la Tierra Santa de Jesús.
Así, después de pasar por algunas de las
zonas más emblemáticas de la ciudad, llegamos al Patio Chico, donde interrumpo ese
recogimiento para dar lugar a nuestro acto oracional conjunto con el
acompañamiento de una coral zamorana. Momento muy emotivo al que nos acompañan
decenas de devotos que quieren comulgar con nuestra devoción. Es un acto bello,
cuidado y para nada exento de nuestro sentir religioso.
Al paso por la plaza de Anaya, me
asaltan los recuerdos de mis estudios en la Facultad de Filología. ¡Qué momento
tan diferente y cargado de mágica nostalgia! El disfrute y el gozo son
distintos.
Miro por primera vez las caras de los
espectadores y aprecio silencio y respeto que durante toda la procesión han mostrado.
Rúa Antigua, calle de la Compañía y nos dirigimos de nuevo al punto de salida. Una
profunda emoción al entrar y abrazarme con mi mujer.
Han sido dos horas de devoción al
Santísimo Cristo de la Humildad donde he sentido una profunda paz interior,
donde la fe me ha brindado consuelo y tranquilidad y he sentido una conexión
espiritual con Dios y con los hermanos cofrades difícil de describir. Emociones
intensas como la gratitud, la humildad, la devoción compartida con otros
creyentes y la conexión con lo divino y lo sagrado hacen de esta vivencia un
reclamo inolvidable para todos los creyentes.
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