lunes, 11 de noviembre de 2024

De capas, capillas y capillitas

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Tomás González Blázquez

San Martín comparte su capa con el mendigo. Iglesia de San Martín, Salamanca

11-11-2024


Si el refranero no excluye a ningún cerdo, pues a todos les llega ahora su hora, la de claudicar para que pronto los fríos hagan su trabajo, el diccionario recoge el diminutivo de verano, veranillo, para refrescar la memoria de los que ya han olvidado el santoral, y recordarnos a todos, incluidos los que no hace mucho festejábamos a san Miguel y hoy lo hacemos con san Martín, el de Tours, que el tímido sol está a punto de rendirse ante el otoño.

En el volumen insignia de la RAE me quedo para subrayar en su día el vínculo que une capa y capilla. Capilla: del lat. mediev. capella, «trozo de la capa de S. Martín», «oratorio con esta reliquia», «oratorio, capilla». La etimología nos invita a sumergirnos en la Historia para saber que, de aquella capa que el santo partió para compartir, un fragmento se veneró, a modo de reliquia, en la Capilla Palatina erigida por Carlomagno, punto de partida de la catedral de Aquisgrán. Aachen leemos ahora en los mapas; mejor pista sería si leyéramos el topónimo francés, Aix-la-Chapelle.

De la parte, la capa, o para ser exactos la parte de la capa, al todo, la capilla donde se custodia. Del contenido, la capa del santo, al continente, la capilla en su honor. Un hecho tan emblemático que podemos admirar tanto en la portada románica, la del Corrillo, como en la renacentista, la de Quintana, en el templo dedicado a san Martín en nuestra ciudad, la parroquia que por antigüedad y solera puede tomarse como primus inter pares de las salmantinas, bajo la catedral.

Porque si de sedes hablamos, a los cofrades no se nos cae de la boca la palabra capilla. Todas aquellas que, en iglesias mayores, son cuidadas con esmero por las hermandades, como espacio en el que volcar su esfuerzo. También las capillas que, legadas por las anteriores generaciones, reflejan una espiritualidad que no se ha congelado en el tiempo, sino que avanza y se adapta sin perder ese sabor tan propio de cuando se tenían, en palabras teresianas, «ánimos para grandes cosas».

En la capilla, su capiller, «muñidor de cofradía». Y alrededor de la capilla, el capillita, adjetivo de los que se utilizan más como sustantivo: «dicho de una persona: que vive con entusiasmo las actividades organizadas por las cofradías religiosas a lo largo del año y participa en ellas». No les ha quedado mal la definición a los de los sillones mayúsculos y minúsculos, aunque el entusiasmo, de vez en cuando, desemboque en afición, evasión, obsesión.

A lo largo de todo el año se puede participar en la cofradía partiendo la capa como san Martín. Institucionalmente, en la comunión cristiana de los bienes, aportando lo que se pueda, aunque sea un trozo de capa no mayor que una esclavina, al fondo común diocesano, el famoso «diezmo» con el que viene titulando la prensa cuando de normas diocesanas de cofradías se trata (no han sido nada originales los vecinos del norte). Hacia dentro, asegurando que la capa de la cofradía a todos los cofrades arrope un poco; hacia fuera, respondiendo con generosidad a urgencias como estos días y comprometiéndose de forma más continuada y callada con necesidades que siempre están.

Porque la capa que el año pasado el niño arrastró, la primera vez que salió de capuchón, ya se le ha quedado corta con el estirón. Podríamos entonces torcer el gesto y lamentarnos porque se ha descuidado y se le ve la túnica. Antaño la manchó, hogaño no roza el suelo. Pero también podemos ser indulgentes y reconocer que la capa que nos procuramos nunca está verdaderamente hecha a nuestra medida, que Cristo siempre irrumpe en nuestra vida para cortar una parte de su capa y dárnosla, o para pedirnos que partamos la nuestra y se la demos a él.

 

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