Bajábamos por la calle de la
Compañía, porque siempre es una buena elección y porque de paso nos ahorrábamos
los ahogos de la Rúa o de Meléndez. Es agradable pasear por esa Salamanca
otoñal en la que noviembre no acaba de animarse a clavarle el diente al
invierno.
La noche, los focos y los
reflejos envolvían de misterio, sombras multiplicadas, sentidos nuevos a la
escultura del cofrade de Amable Diego. Me había quedado callado pensando que
cada día me gusta más ese rinconcito cuando, por una de esas casualidades
maravillosas, nos adelantaron dos parejas de turistas, de acento diría que
madrileño.
Supongo que repararon
también en la escultura, o no, a saber. El caso es que el primero de ellos le
dijo a su mujer: por aquí la Semana Santa tiene que ser… Y como consideró que
no encontraba suficiente entusiasmo en su pareja, que se limitó a asentir con
un gesto, se volvió hacia las otras dos personas que iban a poca distancia por
detrás. Insistió: que digo que por aquí la Semana Santa tiene que ser tremenda.
Y ahora como respuesta sí obtuvo esta expresión que actúa como un sello de lo
inapelable: ya te digo.
Al poco, se pararon en la
puerta de un restaurante a mirar la carta y me imagino que ya no se preocuparon
mucho más por la cuestión. Así es la vida del turista, en minutos se pasa de la
sorpresa, del club de amigos de Stendhal bajando junto a la Clerecía, la Casa
de las Conchas, San Benito, mientras al fondo se recortan las Agustinas, la
cúpula de la Purísima y el abigarramiento del Palacio de Monterrey, a pensar,
bueno en algún sitio habrá que cenar, ¿os apetece italiano?
Me pareció genial esa
intuición de que por una calle como esa tienen a la fuerza que pasar las
procesiones y que lo harán generando una imagen poderosa. A Unamuno le costó
bastante más expresar la idea, claro que él el tema de la cena del día lo tenía
seguramente resuelto y pudo recrearse.
De todas formas, siempre me
he preguntado qué les contarán a los visitantes de la ciudad sobre la Semana
Santa. Me gusta sentarme los sábados a desayunar con calma en la terraza de La
Rúa, justo al lado de uno de los paneles que promocionan y explican la
Salamanca cofrade, y me sorprende que cada vez más se ha convertido en una
parada obligada para los grupos de turistas que atienden con sus auriculares de
colores chillones y sus transmisores al cuello.
Alguna vez he tratado de
arrimar el oído y –más allá de la obligada explicación de que la Semana Santa
no es un periodo loco de exaltación del Ku Klux Klan cuando son grupos de americanos–,
los guías dibujan un panorama realmente hermoso de una ciudad volcada con su
celebración, presumiendo de algunas esculturas (casi siempre con inevitable
apelativo de la escuela castellana, supongo que por abreviar) y, sobre todo, de
los lugares únicos por los que discurre.
Luego, claro, hay que bajar
a los detalles y llegan los matices y los disensos. Y una realidad no siempre
halagüeña. No sé si alguna de esas personas se decepcionaría o no de lo que se
ve en Salamanca en la Semana Santa, pero seguro que momentos de impacto y
emoción no le faltarían, de eso estoy seguro.
Eso sin saber lo que cuesta
que una cofradía esté viva todo el año, que haya luces en las filas, que haya
cargas bajo un paso. Pero aquí estamos y aquí hemos llegado gracias a un
esfuerzo colectivo a través de los siglos en una ciudad que no suele ponerse de
acuerdo muy a menudo. Tampoco está de más pensar en seguir adecentando la casa.
Aunque solo sea porque hay visita.
Cuando uno vive "dentro" tiene la capacidad de ver el polvo en los rincones y de degustar las tensiones que adornan todo espacio común, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Desde "fuera" las cosas se ven de otra manera. Pasa con lo bueno y, también, con lo menos afortunado. A veces salimos ganando con el "postureo" y otras sufrimos el "prejuicio injusto". Lo importante es volver siempre "dentro" y discernir cómo "ser" de manera más auténtica, más fiel a lo que somos llamados. Gracias por la entrada y por suscitar reflexión.
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