Hace poco más de cuatro años comenzaba mis colaboraciones en
la revista Pasión en Salamanca, con un artículo titulado «La cuna y la
cruz». Trataba de mostrar la íntima relación que tienen dos momentos tan
aparentemente disociados como la Navidad y la Semana Santa, el nacimiento de
Jesús y la Pasión. El sentido del dolor y la experiencia vital ante el silencio
de Dios, que no nos da ninguna explicación sobre el dolor, porque el
dolor, la enfermedad, el sufrimiento no se pueden explicar.
Esta noche, al borde del adiós a un año difícil, complicado y
trágico para tantas personas, la celebración del nacimiento del Hijo de Dios se
revela más actual si cabe, más necesaria. Dios Alfa y Omega, principio y fin,
encarnado con nosotros hasta la fragilidad, hasta el dolor más extremo, hasta la
muerte y la resurrección. Acercarnos a la intuición de esta buena noticia nos
sitúa ante una experiencia que solo se comprende desde la desmesura y la
paradoja, porque se aparta de nuestra lógica. Jesús nos trajo la Buena Noticia
en aquella noche de hace más de dos mil años y nos la sigue trayendo hoy, de un
modo fascinante y definitivo, cautivador y liberador, hiriente y sanador.
En Belén comenzó la historia del amor infinito y libre de
Dios. En palabras de J. Mª de Olaizola, Jesús, amando hasta el extremo, es la
palabra definitiva de Dios que resuena con dolorosa desnudez desde el silencio
de la cruz. Podemos negar esta noticia, tildarla de patraña frente a las
noticias de saldo que se ubican en la comodidad y la seguridad aparente del
dinero. Podemos «recauchutarla» mostrando solo su lado amable y cálido,
obviando lo que tiene de incertidumbre y provocación; en otras palabras, convertirla
en herramienta-soporte de las propias convicciones, de la autoestima de manual.
Podemos incluso convertirla en un arma de ataque-defensa que nos convierte en
seguros poseedores de la verdad que acalle cualquier posicionamiento contrario
a nuestro dogma. Y podemos, finalmente, acogerla con el temblor y la duda, con
la fascinación y la emoción de quien se siente seducido, desbordado, fascinado
por una luz desconcertante, por una atracción destructora y creadora al mismo
tiempo.
En la más absoluta pobreza de aquel pesebre de Belén, desde
la fragilidad y el amor incondicional de una jovencísima María, hasta la
soledad y el abandono de la muerte en la cruz, Jesús nos reveló la verdadera,
la definitiva noticia de la Salvación. Y nos dejó un modo infalible e inmediato
de reconocerle: en los niños, los pobres, los humildes, los que sufren la
violencia y la incomprensión, los olvidados, los marginados.
La Iglesia nos recuerda ―porque, tristemente, nos volvemos
olvidadizos― que más de ochenta y dos millones y medio de personas en todo el
mundo se han visto obligadas a abandonar sus hogares a causa de alguna de las
veinticinco guerras abiertas o de algún tipo de persecución (...) Refugiados,
en muchos casos considerados de segunda clase, procedentes de conflictos
enquistados en países como Etiopía, Siria o Afganistán. Olvidados por la
comunidad internacional. Una lista interminable de personas huidas de su país,
perseguidas, condenadas al abandono y la desesperación (Siria, Venezuela,
Afganistán, Sudán del Sur, Myanmar, R. D. Congo, Somalia, Sudán, Eritrea, Malí,
Níger, Chad, Camerún, Haití, Gaza, Ucrania). Pero en fin, tampoco hace falta
dirigir tan lejos la mirada para reconocer a Jesús.
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