martes, 10 de diciembre de 2024

Diálogos de sacristía (II). Lo primero es antes

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 Enrique Mora González

Procesión en la ermita, 1861. Óleo de Eugenio Lucas Velázquez. Museo Lázaro Galdiano

10-12-2024


Prosit, dijo el señor cura al levantarse tras las oraciones que este bueno y anticuado de D. Manuel dice tras la misa, en la sacristía, de rodillas ante la cruz, antes de espoliarse de los ornamentos sagrados de la celebración.

In vitam aeternam, le respondió el joven Adrián.

No me pasé de tiempo, ¿verdad? Que a veces peco de protestante con alargar tanto el sermón... Aunque bueno, ahora, en verdad, la misa, propiciado por sus insidiosas rúbricas y el más común espíritu de la interpretación de estas, más bien parece un sermón continuado de concatenadas moniciones y comentarios. Como la misa es para la gente y no para Dios —comentaba el cura irónicamente— pues hay que entretener a la gente en este pisto de «simpatiquismo» pastoral para que no se aburran, explicándolo todo, hasta lo obvio. Y tanta familiaridad, «coloquialidad» y desvelamiento mata la elevación de cualquier espíritu. Tan desnudo han dejado el rito que, además de campechano, y a veces chabacano, ni provoca, ni seduce, y tanto menos eleva. 

Padre, ya va... le replicaba desde su quehacer el acólito de manera cómplice.  

Llevas razón, hijo, que no sé si peco con reflexionar en alto. ¡Me duele la Iglesia! Un día, joven, en vez de reflexionar me voy a dedicar —pasa que no tengo tiempo— en recoger moniciones, explicaciones y peticiones «miseras». ¿Tú has visto las divertidas recopilaciones que han hecho algunos profesores de los disparates que han extraído corrigiendo los exámenes? Pues eso es poco para los que se pronuncian en la incontinente «verborrea catequicista misera» en ese entretejido de disparates buenistas que se proclaman por doquier en las celebraciones. ¡Qué coloquial todo! ¡Cuánta creatividad! Aunque la verdad es que se confunde la creatividad con las ocurrencias. En fin, el caso es que en la misa hay que entretener con mejor o peor arte por «pastoralidad»... ¡Porque todo tiene que ser entendido y explicado! Los curas más prudentes (o menos creativos) se adaptan a los «materiales litúrgico-supletorios para la animación y participación de la celebración», y de ahí, sin embargo, viene la insidia mayor. ¡Eso de que la celebración litúrgica necesite de supletorios, de materiales y de animación es ya insidioso en sí y de por sí, y hasta de cuyo! La liturgia debe ser para alabar a Dios y no tanto para «adoctrinar» o catequizar, para eso está la catequesis en sus diversas formas y maneras. Y el sacerdote debiera someterse al rito que le sobrepasa, pues el rito en sí y el misterio que a través de éste se celebra es más importante que el que preside y que la misma asamblea. Pero el entretener y el catequizar se han superpuesto al adorar, reverenciar, venerar, admirar, celebrar... y al callar, de rodillas, absortos y sobrecogidos ante el misterio que acaece entre el cielo y la tierra en el cardo salutis del Altar.   

En fin, Adrián, esto que digo sí que sería predicar en el desierto. La liturgia, tal como ha devenido, y la artefáctica religiosidad de taller y dinámica nos encierran en círculo (o corro de la patata por no decir aquelarre) en nosotros mismos, en el barro humano, en reflexiones impostadas, pero poco o nada —con perdón— nos elevan hacia el Oriente del Arcano. En esto, por ejemplo, la religiosidad popular más clásica hace de contrapunto, pues toda ella se esfuerza por movernos la emoción de la nostalgia interior hacia los lares del cielo. Pero si te digo esto, Adrián, como ves, es por seguir el argumento de antes, el del problema del divorcio entre la sensibilidad del hombre de hoy, por llamarlo de algún modo, y la doctrina y espiritualidad católica. El mundo, como te decía y tú mismo ves, va por un lado en un progresivo progreso de ruptura con todas las «ataduras» del mundo recibido y liberado de Dios (de paternidad, de tradición, de moral, sobre todo sexual, de autoridad, de...) y la religión va, en teoría, por otro lado, o a veces parece que para ningún lado, o al menos, por ningún sendero que se vea hacia dónde se dirige. Y de ahí tanto discursito y monición, tanto «intento alquimísitico», todo rosáceo y empalagoso, por cierto, sin virtud ni fuerza, para intentar hacer amoldable, como la plastilina, la religión al mundo moderno sin, en teoría, renunciar a sus esencias. ¡En teoría, claro está! Pues estas esencias quedan puestas en la vitrina del museo de su historia, que están ahí, pero que no se usan. En fin, para muestra un botón, mira en lo que se han reducido las catedrales, en campos temáticos turísticos de vida muerta. O la misma liturgia, aunque me llames pesado, al servicio de lo inteligible y de la «participación activa» en vez de al servicio de introducir, conducir e inducir al hombre de hoy, tan racionalista, a las puertas del misterio, al final siempre apofático, desbordante y sobrecogedor de la fe. ¡Estamos ahora como para entender la «divina liturgia» de san Juan Crisóstomo! Y así nos encontramos los espectáculos de las bodas, primeras comuniones y ya hasta entierros...

Y la religiosidad popular —proseguía D. Manuel en su monólogo— con sus procesiones, romerías, actos de piedad, altares, inciensos, imágenes, hermandades, cofradías, etc., tan en sí de misterio apofático, han quedado, en su mayoría, por este incontinente racionalismo catequizante dicho, en algo, por un lado, bastante incomprendido por la oficialidad, cuando no, por otro lado, en el momento que meten los hocicos en ella los «pastoralistas amoldaticios», son reducidas o transformadas, por este racionalismo religioso antropocentrista, de su estética y natural manifestación recibida en dinámicas arengas con megáfono y pancarta de taller oracional andante... Lo que hace pasar de lo sublime a lo ridículo, porque, además, es una hortera. Porque —y así lo creo y lo veo— para la «religiosidad oficial», todos estos actos de la religiosidad popular son tolerados como museos andantes de la fe (cuasi etnográficos); para el mundo moderno como románticas reliquias (restos óseos) de un pasado o como algo «cultural» o «de interés turístico», que ya tiene delito; y para los que las viven desde dentro, en su gran mayoría, como espiritualidad amoldable a cualquier tipo de vida, pues la separación de Iglesia y Estado ha traído la separación entre fe y vida; y para unos pocos, pero por los que merece la pena romper todas las lanzas, como parte importante de su religiosidad católica, como testigos de lo que siempre fue y es seguro.

En fin, como ves, Adrián, todo un problema bien complejo y enmarañado con hondas raíces. La religiosidad popular, como la religión del pueblo llano, que son las dos caras de la misma moneda, están en el mismo barco y, por tanto, ambas están en profunda crisis y, como ves, por muchas y diversas razones: teológicas, antropológicas, políticas y eclesiásticas.

Entiendo lo que dice, padre, —le contestó con un tono serio y mostrando claro interés el joven Adrián—. Lo entiendo porque le conozco y sé que luego matiza. Porque dicho así asusta y para algunos hasta resultaría ofensivo, que no deja usted títere con cabeza. Hoy, padre, hablar así es contraproducente, ya que el hacerse el ofendidito viste mucho... Pero, D. Manuel, al menos la religiosidad popular frena la secularización radical de la sociedad y de las calles.

Sí, hijo, sí —le respondió el cura—. Si es que la cuestión no está en la religiosidad popular en sí y de por sí. ¡Este es el gran error! El asunto está en la no religiosidad social, o, mejor dicho, en la religiosidad del pueblo llano o cristiano de a pie que se encuentra aturdida en medio de mil campanas... Si es que, hijo mío, perdóname que te lo diga así, no se ofrece doctrina ni moral claras. La fe popular o más carbonera, como se dice coloquialmente, ha quedado desasida de su raíz y solidez en la que siempre se sostuvo y, además, respira en medio de una atmósfera infecta de CO2 de los «nuevos valores».    

Bueno, padre, es duro lo que ha dicho de que no hay doctrina ni moral claras. Yo creo que tengo ambas cosas claras y más gente también, le replicó Adrián.

Ya —le contestó D. Manuel mirándole detenidamente a los ojos— por eso eres «raro» y «radical». ¿O no?

Mira, Adrián, el pueblo o la ciudadanía, como se dice ahora «fisnamente», lo o la educa hoy el mundo: las leyes, y la escuela bajo las leyes, y estas leyes al servicio de una ingeniería social de progreso más rápida o lenta; la televisión y los medios de comunicación al servicio de las ideologías en boga; el cine; las series, es decir, el ambiente. Y esto siempre fue así. Siempre, aunque con otros medios. No seamos ingenuos. Somos hijos del ambiente que asumimos como normal la generalidad. De ahí la lógica necesidad clásica de la Iglesia de querer instaurar el reinado social de nuestro Señor Jesucristo, pero dejemos ahora eso. Porque el ambiente —le señalaba el cura— es el que es. Y en medio de este ambiente está, como una planta arrancada en más de tres cuartos de sus raíces y que sobrevive con solo unos hilos de raíces en tierra, la religiosidad popular y la misma religiosidad de bodas, bautizos, entierros y comuniones. Que ya va quedando menos, por cierto, y además de esas maneras. El problema es de atmósfera, pero sobre todo de raíz o de raíces.

Sí, el problema es de narices, le respondió el joven acólito destensando el discurso.

Me llama la atención —añadió el atento acólito— esa conexión que hace, padre, entre religiosidad popular y eso que ha dicho de la religión del pueblo llano. Siempre cargamos las tintas contra los de las varas, medallas, procesiones, romerías y capirotes, pero es verdad, lo que queda del catolicismo social de a pie anda igual.

—Y la de los grupos de globo y comba de los encuentros guitarreros y de cruces de palo, peor. Aseveró el cura hablando a ex catedra de modo jocoso.

—Menos mal que hoy no hay Inquisición, padre, si no le quemaban, le respondió, sonriente, Adrián. Ya no le voy a preguntar nada —prosiguió— sobre eso que ha dicho de la religión como un museo, que le va a subir la tensión.

Sí, mejor no me toques el palillo de la religión y la Tradición como museo que me enciendo —le respondió D. Manuel tomando aire—.

Mira a ver si ya no queda nadie y cierra —continuó D. Manuel— que cojo la carrerilla y no paro. Vamos dentro, si no tienes prisa, y nos sentamos. Que el estar de pie me hace tener discursos levantiscos y poco moderados.

Vale. Voy a ver, respondió el acólito mientras salía hacia la iglesia.

Mientras regresaba Adrián, D. Manuel se puso a colocar los libros litúrgicos en el armario. En esto andaba cuando regresó Adrián que entró a la sacristía diciendo:

—Ya no quedaba nadie. La gente se va corriendo cuando termina la misa. Aunque mejor así, porque si no se quedan charloteando. Se ve que hoy no había cofrades que son muy de quedarse a hablar dentro de la iglesia.

¿Los cofrades? —le corrigió el cura— pues anda y mira lo que pasa cuando termina una boda, un bautizo, las comuniones... Como se ha terminado el acto social en el que nos hemos celebrado a nosotros mismos (con perdón) sin más halo de misterio y adoración que nos haga sentir que estamos en un ámbito sagrado, como en una especie de antesala del cielo, pues ale... ancha es Castilla... todo es bueno para fraternizar... si al final la celebración ha sido un dinámico, participativo, catequizante y «fraternalístico» encuentro... la conclusión cae por su propio peso. Si es que la lógica se impone.

Pero vamos a sentarnos ahí dentro un rato y me cuentas un poco de tu vida. ¿Qué tal te ha ido la semana?

Padre, le repuso Adrián, tengo pocas o ningunas novedades. Clases, casa y poco más.

—Trae, por favor, algo de beber, que tanta reflexión me seca el seso. Le dijo el cura mientras se sentaba al amparo de una mesa camilla que tenía instalada en la transacristía, la cual hacía de centro de una especie de saloncito decimonónico, en una salita llena de armarios y cajoneras de castellanos cuarterones, de sobriedad elegante, en el que había camuflado D. Manuel un pequeño frigorífico tras una puerta de un armario empotrado de vetusta hechura. Era el rincón preferido y mimado de D. Manuel. Había convertido esta sala en un rincón de tertulia, con un sofá de peineta y dos sillones de época, que encajaban perfectamente con la estética de la sala y recordaba los cuadros costumbristas del siglo XIX del monseñor desayunando chocolate con picatostes.

—Debe quedar algún refresco, prosiguió el cura. ¡Ah! Y mira en el cajón de al lado que debe haber unos saladitos.  

—Le traigo, padre, refresco sin gas y unas almendras.

—Y para ti, ¿qué te has cogido? Le preguntó el cura.

—Sí, padre, ya me cogí una cerveza también, no se preocupe.

Pues para ir cerrando el círculo, Adrián, te resumo mi zozobra. ¡Entiéndeme!  Y que esto no salga de aquí, que lo que se habla en la sacristía, aquí se queda. Que todo esto que decimos de modo abrupto y jocoso, claro y desenfadado entre nosotros no se puede ir por ahí publicando, porque los tontos y los malos se quedan en el dintel del género literario para no entrar en el contenido del palacio, los unos porque la naturaleza no les da para más y los otros porque su malicia ideológica no les permite poner en crisis ni una tilde de su pensamiento ideologizado.

Mi zozobra —empezó a decir D. Manuel con un tono ya pausado, reflexivo y con ritmo lento, ya sentado en el sillón frailero, tras dar un trago al refresco— es que sinceramente creo que, como Iglesia, quizá por desapercibimiento intelectual o ingenuidad en el mayor de los casos, hemos colaborado desde dentro al proceso secularizador, sobre todo en el católico de a pie, esto es, en la misma religiosidad popular de la que venimos hablando. Puede sonar duro y atrevido, pero cada día estoy más convencido de ello. Lo digo con dolor, pero totalmente convencido. La liturgia, como mera punta de iceberg, al haberla «reformado» hacia algo tan humano y, por ello, tan poco divino, o tan catequética y participativa y, por ello y para ello, tan escasamente mistérica y «adorativa», tan chata y de tejas abajo, en definitiva, con ello se ha des-pertrechado la fe de la necesaria, última y ciega confianza de sumisión a Dios en su inagotable misterio. La doctrina reducida a un «Dios es mi amigo y es bueno» y la moral a un desideratum de solidaridad y en un simplista «no hacer mal a nadie», sin más flecos ni derivaciones que le proporcionen cuerpo, para que cada cual lo viva y encarne como pueda a su gusto y manera, según, además, los dictámenes del ambiente, ha reducido la religión, para los más místicos o espirituales, en un manual de autoayuda y para los más en un «ethos cultural» con unos «valores éticos» difusos y difuminados en el buenísimo pacifista y sin sustancia que invade todo. Y así la religión ha quedado reducida a «espiritualidad», obviados los dogmas —por no decir relegados— en etéreo letargo y sin vigor social, aceptando como normal los frutos (digamos que los más moderados) de la revolución ética, sobre todo sexual, en todas sus derivaciones. Y esta, la religión me refiero, se ha quedado incapacitada para constituir y forjar hombres y mujeres sólidos de fe, aunque esta fuera carbonera. Y así se ha auto-inhabilitado la religión para crear ámbitos, ambientes y atmósferas alternativas en las que el católico de a pie y la religiosidad popular puedan sostenerse.

¡Un milagro es que aún quede y florezca la religiosidad popular! Pero es que el ser humano, desde su misma naturaleza —aunque Comte lo viera como debilidad de adolescencia— busca y tiende hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero, hacia Dios, en definitiva. «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que encuentre descanso en ti», como bien dijo san Agustín. La religiosidad popular nos muestra la sed que de Dios tiene el ser humano en sí. Y lo natural humano parece que cada día se rebela contra el secularismo descreído y sin mirada a lo Alto para encontrar sentido a la existencia. Parece que esa libertad de «estar perfectamente instalados en la finitud» no funciona ni para quien lo pronunció. Pero, quizá, como la samaritana, esta «sed natural» no consigue más que sacar y sacar agua del pozo de Jacob, que no sacia. El dios-mamona del mundo, que conoce de esta sed, ya se encarga de ofrecer brebajes para paliarla. ¡Y de qué manera! ¡Vaya que ha entendido lo de esta sed! ¡Mira lo que ha hecho con la navidad, por ejemplo! ¡Y de camino va la Semana Santa con la complicidad turística y cultural! ¡Hasta del enemigo hay que aprender! Pero a esta sed natural y verdadera (que es de Dios) no se le sacia, desde dentro, desde la Iglesia, con discursos, ni con talleres, ni con dinámicas, ni con chatas celebraciones... sino con agua, pero agua viva frente al brebaje seductor del mundo y de sus centros comerciales. Y el agua viva, encarnada, conlleva rito sacro, misterio velado y rodilla clavada, del cuerpo y del alma. «No somos desnuda materialidad de pensamiento». ¡Esto es lo primero, puramente fenomenológico! Nuestro Señor, fíjate bien en el evangelio, primero hacía el milagro, primero desbordaba con su gracia, primero llevaba a la conmoción y al asombro sobrecogedor y luego lo explicaba. ¿Te acuerdas del episodio de la hemorroísa? «Lo primero es antes» que dicen en mi pueblo, lo primero es antes... No se empieza por el tejado... lo primero es antes, lo primero es antes...  

Padre —le dijo Adrián en el mismo tono ya solemne en el que había entrado la asentada conversación— ¿tiene algún plan?

Eso se lo dejo, hijo mío —le replicó abatido D. Manuel— a los pastoralistas. La cuestión es que las pastorales son consecuencias lógicas y directas del mar de fondo, como lo son, como muestra y ejemplo, las más que «curiosas» peticiones del azul libro gordo de Petete o Libro de la Sede. ¡Bien merecen hacer una tesis! La cuestión es de hondo calado, de muy hondo calado. Pero bueno —suspiró D. Manuel— lo dicho, hijo, lo primero es antes, lo primero es antes... Pero de lo primero no se quiere hablar, ni se permite hablar y menos en el barullo de la sinodalidad, con perdón. Lo primero es antes, hijo, lo primero es antes....

(continuabitur)

           

            


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