Prosit, dijo
el señor cura al levantarse tras las oraciones que este bueno y anticuado de D.
Manuel dice tras la misa, en la sacristía, de rodillas ante la cruz, antes de
espoliarse de los ornamentos sagrados de la celebración.
In
vitam aeternam, le respondió el joven Adrián.
No
me pasé de tiempo, ¿verdad? Que a veces peco de protestante con alargar tanto
el sermón... Aunque bueno, ahora, en verdad, la misa, propiciado por sus
insidiosas rúbricas y el más común espíritu de la interpretación de estas, más
bien parece un sermón continuado de concatenadas moniciones y comentarios. Como
la misa es para la gente y no para Dios —comentaba el cura irónicamente— pues
hay que entretener a la gente en este pisto de «simpatiquismo» pastoral para
que no se aburran, explicándolo todo, hasta lo obvio. Y tanta familiaridad, «coloquialidad»
y desvelamiento mata la elevación de cualquier espíritu. Tan desnudo han dejado
el rito que, además de campechano, y a veces chabacano, ni provoca, ni seduce,
y tanto menos eleva.
Padre,
ya va... le replicaba desde su quehacer el acólito de manera cómplice.
Llevas
razón, hijo, que no sé si peco con reflexionar en alto. ¡Me duele la Iglesia! Un
día, joven, en vez de reflexionar me voy a dedicar —pasa que no tengo tiempo—
en recoger moniciones, explicaciones y peticiones «miseras». ¿Tú has visto las
divertidas recopilaciones que han hecho algunos profesores de los disparates que
han extraído corrigiendo los exámenes? Pues eso es poco para los que se pronuncian
en la incontinente «verborrea catequicista misera» en ese entretejido de
disparates buenistas que se proclaman por doquier en las celebraciones. ¡Qué
coloquial todo! ¡Cuánta creatividad! Aunque la verdad es que se confunde la
creatividad con las ocurrencias. En fin, el caso es que en la misa hay que entretener
con mejor o peor arte por «pastoralidad»... ¡Porque todo tiene que ser
entendido y explicado! Los curas más prudentes (o menos creativos) se adaptan a
los «materiales litúrgico-supletorios para la animación y participación de la
celebración», y de ahí, sin embargo, viene la insidia mayor. ¡Eso de que la
celebración litúrgica necesite de supletorios, de materiales y de animación es
ya insidioso en sí y de por sí, y hasta de cuyo! La liturgia debe ser para
alabar a Dios y no tanto para «adoctrinar» o catequizar, para eso está la
catequesis en sus diversas formas y maneras. Y el sacerdote debiera someterse
al rito que le sobrepasa, pues el rito en sí y el misterio que a través de éste
se celebra es más importante que el que preside y que la misma asamblea. Pero
el entretener y el catequizar se han superpuesto al adorar, reverenciar,
venerar, admirar, celebrar... y al callar, de rodillas, absortos y sobrecogidos
ante el misterio que acaece entre el cielo y la tierra en el cardo salutis del
Altar.
En
fin, Adrián, esto que digo sí que sería predicar en el desierto. La liturgia,
tal como ha devenido, y la artefáctica religiosidad de taller y dinámica nos
encierran en círculo (o corro de la patata por no decir aquelarre) en nosotros
mismos, en el barro humano, en reflexiones impostadas, pero poco o nada —con
perdón— nos elevan hacia el Oriente del Arcano. En esto, por ejemplo, la religiosidad
popular más clásica hace de contrapunto, pues toda ella se esfuerza por
movernos la emoción de la nostalgia interior hacia los lares del cielo. Pero si
te digo esto, Adrián, como ves, es por seguir el argumento de antes, el del problema
del divorcio entre la sensibilidad del hombre de hoy, por llamarlo de algún
modo, y la doctrina y espiritualidad católica. El mundo, como te decía y tú
mismo ves, va por un lado en un progresivo progreso de ruptura con todas las «ataduras»
del mundo recibido y liberado de Dios (de paternidad, de tradición, de moral,
sobre todo sexual, de autoridad, de...) y la religión va, en teoría, por otro
lado, o a veces parece que para ningún lado, o al menos, por ningún sendero que
se vea hacia dónde se dirige. Y de ahí tanto discursito y monición, tanto «intento
alquimísitico», todo rosáceo y empalagoso, por cierto, sin virtud ni fuerza,
para intentar hacer amoldable, como la plastilina, la religión al mundo moderno
sin, en teoría, renunciar a sus esencias. ¡En teoría, claro está! Pues estas
esencias quedan puestas en la vitrina del museo de su historia, que están ahí,
pero que no se usan. En fin, para muestra un botón, mira en lo que se han
reducido las catedrales, en campos temáticos turísticos de vida muerta. O la misma
liturgia, aunque me llames pesado, al servicio de lo inteligible y de la «participación
activa» en vez de al servicio de introducir, conducir e inducir al hombre de
hoy, tan racionalista, a las puertas del misterio, al final siempre apofático,
desbordante y sobrecogedor de la fe. ¡Estamos ahora como para entender la «divina
liturgia» de san Juan Crisóstomo! Y así nos encontramos los espectáculos de las
bodas, primeras comuniones y ya hasta entierros...
Y
la religiosidad popular —proseguía D. Manuel en su monólogo— con sus
procesiones, romerías, actos de piedad, altares, inciensos, imágenes, hermandades,
cofradías, etc., tan en sí de misterio apofático, han quedado, en su mayoría, por
este incontinente racionalismo catequizante dicho, en algo, por un lado,
bastante incomprendido por la oficialidad, cuando no, por otro lado, en el
momento que meten los hocicos en ella los «pastoralistas amoldaticios», son reducidas
o transformadas, por este racionalismo religioso antropocentrista, de su
estética y natural manifestación recibida en dinámicas arengas con megáfono y
pancarta de taller oracional andante... Lo que hace pasar de lo sublime a lo
ridículo, porque, además, es una hortera. Porque —y así lo creo y lo veo— para
la «religiosidad oficial», todos estos actos de la religiosidad popular son
tolerados como museos andantes de la fe (cuasi etnográficos); para el mundo moderno
como románticas reliquias (restos óseos) de un pasado o como algo «cultural» o «de
interés turístico», que ya tiene delito; y para los que las viven desde dentro,
en su gran mayoría, como espiritualidad amoldable a cualquier tipo de
vida, pues la separación de Iglesia y Estado ha traído la separación entre fe y
vida; y para unos pocos, pero por los que merece la pena romper todas las
lanzas, como parte importante de su religiosidad católica, como testigos de lo
que siempre fue y es seguro.
En
fin, como ves, Adrián, todo un problema bien complejo y enmarañado con hondas
raíces. La religiosidad popular, como la religión del pueblo llano,
que son las dos caras de la misma moneda, están en el mismo barco y, por
tanto, ambas están en profunda crisis y, como ves, por muchas y diversas
razones: teológicas, antropológicas, políticas y eclesiásticas.
Entiendo
lo que dice, padre, —le contestó con un tono serio y mostrando claro interés el
joven Adrián—. Lo entiendo porque le conozco y sé que luego matiza. Porque
dicho así asusta y para algunos hasta resultaría ofensivo, que no deja usted títere
con cabeza. Hoy, padre, hablar así es contraproducente, ya que el hacerse el
ofendidito viste mucho... Pero, D. Manuel, al menos la religiosidad popular
frena la secularización radical de la sociedad y de las calles.
Sí,
hijo, sí —le respondió el cura—. Si es que la cuestión no está en la religiosidad
popular en sí y de por sí. ¡Este es el gran error! El asunto está en la no religiosidad
social, o, mejor dicho, en la religiosidad del pueblo llano o cristiano de a
pie que se encuentra aturdida en medio de mil campanas... Si es que, hijo mío,
perdóname que te lo diga así, no se ofrece doctrina ni moral claras. La fe
popular o más carbonera, como se dice coloquialmente, ha quedado desasida
de su raíz y solidez en la que siempre se sostuvo y, además, respira en medio
de una atmósfera infecta de CO2 de los «nuevos valores».
Bueno,
padre, es duro lo que ha dicho de que no hay doctrina ni moral claras. Yo creo
que tengo ambas cosas claras y más gente también, le replicó Adrián.
Ya
—le contestó D. Manuel mirándole detenidamente a los ojos— por eso eres «raro»
y «radical». ¿O no?
Mira,
Adrián, el pueblo o la ciudadanía, como se dice ahora «fisnamente», lo o la
educa hoy el mundo: las leyes, y la escuela bajo las leyes, y estas leyes al
servicio de una ingeniería social de progreso más rápida o lenta; la televisión
y los medios de comunicación al servicio de las ideologías en boga; el cine;
las series, es decir, el ambiente. Y esto siempre fue así. Siempre, aunque con
otros medios. No seamos ingenuos. Somos hijos del ambiente que asumimos como
normal la generalidad. De ahí la lógica necesidad clásica de la Iglesia de
querer instaurar el reinado social de nuestro Señor Jesucristo, pero dejemos
ahora eso. Porque el ambiente —le señalaba el cura— es el que es. Y en medio de
este ambiente está, como una planta arrancada en más de tres cuartos de sus
raíces y que sobrevive con solo unos hilos de raíces en tierra, la religiosidad
popular y la misma religiosidad de bodas, bautizos, entierros y comuniones. Que
ya va quedando menos, por cierto, y además de esas maneras. El problema es de atmósfera,
pero sobre todo de raíz o de raíces.
Sí,
el problema es de narices, le respondió el joven acólito destensando el
discurso.
Me
llama la atención —añadió el atento acólito— esa conexión que hace, padre, entre
religiosidad popular y eso que ha dicho de la religión del pueblo
llano. Siempre cargamos las tintas contra los de las varas, medallas,
procesiones, romerías y capirotes, pero es verdad, lo que queda del catolicismo
social de a pie anda igual.
—Y
la de los grupos de globo y comba de los encuentros guitarreros y de cruces de
palo, peor. Aseveró el cura hablando a ex catedra de modo jocoso.
—Menos
mal que hoy no hay Inquisición, padre, si no le quemaban, le respondió,
sonriente, Adrián. Ya no le voy a preguntar nada —prosiguió— sobre eso que ha
dicho de la religión como un museo, que le va a subir la tensión.
Sí,
mejor no me toques el palillo de la religión y la Tradición como museo que me
enciendo —le respondió D. Manuel tomando aire—.
Mira
a ver si ya no queda nadie y cierra —continuó D. Manuel— que cojo la carrerilla
y no paro. Vamos dentro, si no tienes prisa, y nos sentamos. Que el estar de
pie me hace tener discursos levantiscos y poco moderados.
Vale.
Voy a ver, respondió el acólito mientras salía hacia la iglesia.
Mientras
regresaba Adrián, D. Manuel se puso a colocar los libros litúrgicos en el
armario. En esto andaba cuando regresó Adrián que entró a la sacristía diciendo:
—Ya
no quedaba nadie. La gente se va corriendo cuando termina la misa. Aunque mejor
así, porque si no se quedan charloteando. Se ve que hoy no había cofrades que
son muy de quedarse a hablar dentro de la iglesia.
¿Los
cofrades? —le corrigió el cura— pues anda y mira lo que pasa cuando termina una
boda, un bautizo, las comuniones... Como se ha terminado el acto social en el
que nos hemos celebrado a nosotros mismos (con perdón) sin más halo de misterio
y adoración que nos haga sentir que estamos en un ámbito sagrado, como en una
especie de antesala del cielo, pues ale... ancha es Castilla... todo es bueno
para fraternizar... si al final la celebración ha sido un dinámico,
participativo, catequizante y «fraternalístico» encuentro... la conclusión cae
por su propio peso. Si es que la lógica se impone.
Pero
vamos a sentarnos ahí dentro un rato y me cuentas un poco de tu vida. ¿Qué tal
te ha ido la semana?
Padre,
le repuso Adrián, tengo pocas o ningunas novedades. Clases, casa y poco más.
—Trae,
por favor, algo de beber, que tanta reflexión me seca el seso. Le dijo el cura
mientras se sentaba al amparo de una mesa camilla que tenía instalada en la
transacristía, la cual hacía de centro de una especie de saloncito decimonónico,
en una salita llena de armarios y cajoneras de castellanos cuarterones, de
sobriedad elegante, en el que había camuflado D. Manuel un pequeño frigorífico
tras una puerta de un armario empotrado de vetusta hechura. Era el rincón
preferido y mimado de D. Manuel. Había convertido esta sala en un rincón de
tertulia, con un sofá de peineta y dos sillones de época, que encajaban
perfectamente con la estética de la sala y recordaba los cuadros costumbristas
del siglo XIX del monseñor desayunando chocolate con picatostes.
—Debe
quedar algún refresco, prosiguió el cura. ¡Ah! Y mira en el cajón de al lado
que debe haber unos saladitos.
—Le
traigo, padre, refresco sin gas y unas almendras.
—Y
para ti, ¿qué te has cogido? Le preguntó el cura.
—Sí,
padre, ya me cogí una cerveza también, no se preocupe.
Pues
para ir cerrando el círculo, Adrián, te resumo mi zozobra. ¡Entiéndeme! Y que esto no salga de aquí, que lo que se
habla en la sacristía, aquí se queda. Que todo esto que decimos de modo abrupto
y jocoso, claro y desenfadado entre nosotros no se puede ir por ahí publicando,
porque los tontos y los malos se quedan en el dintel del género literario para
no entrar en el contenido del palacio, los unos porque la naturaleza no les da para
más y los otros porque su malicia ideológica no les permite poner en crisis ni
una tilde de su pensamiento ideologizado.
Mi
zozobra —empezó a decir D. Manuel con un tono ya pausado, reflexivo y con ritmo
lento, ya sentado en el sillón frailero, tras dar un trago al refresco— es que
sinceramente creo que, como Iglesia, quizá por desapercibimiento intelectual o
ingenuidad en el mayor de los casos, hemos colaborado desde dentro al proceso secularizador,
sobre todo en el católico de a pie, esto es, en la misma religiosidad popular
de la que venimos hablando. Puede sonar duro y atrevido, pero cada día estoy
más convencido de ello. Lo digo con dolor, pero totalmente convencido. La
liturgia, como mera punta de iceberg, al haberla «reformado» hacia algo tan
humano y, por ello, tan poco divino, o tan catequética y participativa y, por
ello y para ello, tan escasamente mistérica y «adorativa», tan chata y de tejas
abajo, en definitiva, con ello se ha des-pertrechado la fe de la necesaria,
última y ciega confianza de sumisión a Dios en su inagotable misterio. La
doctrina reducida a un «Dios es mi amigo y es bueno» y la moral a un desideratum
de solidaridad y en un simplista «no hacer mal a nadie», sin más flecos ni
derivaciones que le proporcionen cuerpo, para que cada cual lo viva y encarne como
pueda a su gusto y manera, según, además, los dictámenes del ambiente, ha
reducido la religión, para los más místicos o espirituales, en un manual de
autoayuda y para los más en un «ethos cultural» con unos «valores éticos»
difusos y difuminados en el buenísimo pacifista y sin sustancia que invade todo.
Y así la religión ha quedado reducida a «espiritualidad», obviados los dogmas
—por no decir relegados— en etéreo letargo y sin vigor social, aceptando como
normal los frutos (digamos que los más moderados) de la revolución ética, sobre
todo sexual, en todas sus derivaciones. Y esta, la religión me refiero, se ha
quedado incapacitada para constituir y forjar hombres y mujeres sólidos de fe,
aunque esta fuera carbonera. Y así se ha auto-inhabilitado la religión para crear
ámbitos, ambientes y atmósferas alternativas en las que el católico de a pie
y la religiosidad popular puedan sostenerse.
¡Un
milagro es que aún quede y florezca la religiosidad popular! Pero es que el ser
humano, desde su misma naturaleza —aunque Comte lo viera como debilidad de
adolescencia— busca y tiende hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero,
hacia Dios, en definitiva. «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará
inquieto hasta que encuentre descanso en ti», como bien dijo san Agustín. La
religiosidad popular nos muestra la sed que de Dios tiene el ser humano
en sí. Y lo natural humano parece que cada día se rebela contra el secularismo
descreído y sin mirada a lo Alto para encontrar sentido a la existencia. Parece
que esa libertad de «estar perfectamente instalados en la finitud» no funciona
ni para quien lo pronunció. Pero, quizá, como la samaritana, esta «sed natural»
no consigue más que sacar y sacar agua del pozo de Jacob, que no sacia. El
dios-mamona del mundo, que conoce de esta sed, ya se encarga de ofrecer
brebajes para paliarla. ¡Y de qué manera! ¡Vaya que ha entendido lo de esta
sed! ¡Mira lo que ha hecho con la navidad, por ejemplo! ¡Y de camino va la
Semana Santa con la complicidad turística y cultural! ¡Hasta del enemigo hay
que aprender! Pero a esta sed natural y verdadera (que es de Dios) no se le
sacia, desde dentro, desde la Iglesia, con discursos, ni con talleres, ni con dinámicas,
ni con chatas celebraciones... sino con agua, pero agua viva frente al brebaje
seductor del mundo y de sus centros comerciales. Y el agua viva, encarnada,
conlleva rito sacro, misterio velado y rodilla clavada, del cuerpo y del alma.
«No somos desnuda materialidad de pensamiento». ¡Esto es lo primero, puramente
fenomenológico! Nuestro Señor, fíjate bien en el evangelio, primero hacía el
milagro, primero desbordaba con su gracia, primero llevaba a la conmoción y al
asombro sobrecogedor y luego lo explicaba. ¿Te acuerdas del episodio de la
hemorroísa? «Lo primero es antes» que dicen en mi pueblo, lo primero es
antes... No se empieza por el tejado... lo primero es antes, lo primero es
antes...
Padre
—le dijo Adrián en el mismo tono ya solemne en el que había entrado la asentada
conversación— ¿tiene algún plan?
Eso
se lo dejo, hijo mío —le replicó abatido D. Manuel— a los pastoralistas. La
cuestión es que las pastorales son consecuencias lógicas y directas del mar de
fondo, como lo son, como muestra y ejemplo, las más que «curiosas» peticiones
del azul libro gordo de Petete o Libro de la Sede. ¡Bien merecen hacer una
tesis! La cuestión es de hondo calado, de muy hondo calado. Pero bueno —suspiró
D. Manuel— lo dicho, hijo, lo primero es antes, lo primero es antes... Pero de
lo primero no se quiere hablar, ni se permite hablar y menos en el barullo de
la sinodalidad, con perdón. Lo primero es antes, hijo, lo primero es antes....
(continuabitur)
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