Sinceramente,
hoy tenía pensado no escribir esta colaboración mensual en la revista digital
de la Tertulia. Lo digo «con el corazón en la mano». Y no por falta de ganas,
sino porque creí que no llegaba. Se me echaba el tiempo encima y dudé si
estaría en condiciones de agarrar la pluma y redactar al menos unas líneas.
Finalmente, aquí estoy, fiel al compromiso que adquirí desde que comenzó la
andadura de esta Pasión virtual.
Ayer, domingo,
con la ampulosa disculpa de un «Congreso Internacional de Hermandades y Piedad
Popular», se han congregado en Sevilla miles de personas, cofrades o no, que,
aprovechando las diferentes festividades encadenadas en esta primera semana de
diciembre, han asistido no al congreso —de cuyas ponencias y resultados todos
habríamos aprendido más de lo necesario— sino a la Magna procesión que
recorrería las calles sevillanas cual si de la Madrugá se tratase.
Lo que he visto
por fotos, videos y televisiones varias me trajo a la memoria, salvando las
distancias, aquellos tiempos en los que casi todos los salmantinos, zamoranos y
provincianos aledaños, viajábamos al mercadillo de la fronteriza Vilar Formoso
a la caza de algodones y cacharrería varia y de saldo en concurrida procesión
rodada por la nacional 620. Y allí, nos cruzábamos todos conocidos por las
mismas calles, saludándonos y deambulando sin parecer tener un fin concreto.
Este primer fin
de semana de diciembre, han sido autocares repletos moviéndose desde cualquier
punto de la península cargados de cofrades que iban «a ver» el espectáculo como
si se tratase del único concierto de Springsteen en España o la despedida de
Camela de los escenarios. En casi ningún caso, de los que yo sé al menos, el
viaje ha estado motivado por la fe o siquiera la religiosidad. Si no, ¿cuántos
de todos esos viajeros han asistido a las jornadas congresuales? No. La
sensación es que hemos ido allá como hinchas deportivos más que a compartir una
experiencia de fe que bien podría desarrollarse en los templos dejando las
calles para los paseantes.
No digo que mal
ni bien, pero me ha sorprendido extrañamente una Semana Santa en diciembre
(solo había que escuchar con los ojos cerrados las palabras de los
comentaristas televisivos para trasladarse a los días centrales de la Pasión
sin posibilidad de equívoco). Y es algo que, más allá de lo extemporáneo, me
hizo reflexionar mientras las imágenes llenaban la pantalla del televisor.
Pensé en cómo los cofrades deberíamos salir de nuestra burbuja de autoadmirada
seguridad y darnos cuenta de que para una inmensa parte de la población (mucha
más de la que creemos si tenemos en cuenta los datos) no somos protagonistas de
nada y de que, en los tiempos que corren, quienes nos miran desde fuera nos ven
como algo anacrónico, sin sentido y, sobre todo, sin valores. Porque con tanta
salida a la calle —ordinaria, extraordinaria, magna, misional o con cualquier
otro sentido que se le quiera otorgar—, con tanto ensayo fuera de lugar en el
que nos mostramos orgullosamente revestidos como protagonistas de un teatro
callejero, con tanto exceso de actividad procesional, en definitiva, estamos
desvirtuando lo que para muchos es auténtica devoción y quitándole sentido a lo
verdaderamente extraordinario (llamémoslo Pascua de Resurrección) al
convertirlo en algo rutinario por mor de lo que parece espectáculo en lugar de devoción.
Al final, lo
que siempre fue digno de admiración y respeto por parte de propios y ajenos,
con tanta parafernalia huera —por más que queramos revestirla de un aura que
solo nosotros vemos— está siendo motivo de crítica por parte de la mayoría de
nuestros conciudadanos (y no hablo de creencias, pues los hay de todos los
bandos). Nos ven como paseadores de «muñecos disfrazados» que hacemos ruido
para que se sepa con certeza que estamos ahí, mientras las sonrisas de los que
miran cada vez menos sorprendidos —si no las risas descaradas— son cada vez más
patentes y frecuentes.
Quizá me
exceda, pero veo esta actividad rayana en algo parecido a la idolatría. Un
sinsentido que, por el abuso, creo que consigue lo contrario de lo que desde la
buena fe quizá algún día pretendió. Estoy convencido de que todo esto hace
mucho tiempo que perdió ese sentido catequético que se le pretendió dar en su
momento y ha pasado a ser lo que en la semana de fiestas septembrinas podría
ser «teatro de calle».
Por eso digo
que sería conveniente que, de vez en cuando, los de dentro salgamos de ese
confort que nos dan quienes nos rodean más cercanamente, no perdamos el rumbo, intentemos
mirarnos desde fuera de la burbuja y juzguémonos más allá de nuestro beneficio
aficionado al descubrir la desnudez del rey en su nuevo traje (aunque nadie se
atreva a decírselo). Creo que muchos, al menos los que cuadran con la sensatez
de las mayorías, verían más cercano el ridículo y cómo por momentos se alejan
algunas devociones.
Y todo esto,
dejando a un lado otros intereses o circunstancias. Todo esto sin considerar
que, en definitiva y quizá de forma trascendental, digan lo que digan, directa
o indirectamente, para muchos implicados (me refiero ahora a esa procesión
magna que ha recorrido Sevilla) todo esto es un gran negocio y como tal lo
manejan, aunque nos quieran hacer creer otra cosa. Porque tienen una
impresionante capacidad de convocatoria y lo saben. De eso —y de nuestra
devoción— se aprovechan.
0 comments: