lunes, 9 de diciembre de 2024

Magno puente de la Inmaculada

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Félix Torres

Procesión Magna de Sevilla 2024 | Fotografía Javier Barco

09-12-2024


Sinceramente, hoy tenía pensado no escribir esta colaboración mensual en la revista digital de la Tertulia. Lo digo «con el corazón en la mano». Y no por falta de ganas, sino porque creí que no llegaba. Se me echaba el tiempo encima y dudé si estaría en condiciones de agarrar la pluma y redactar al menos unas líneas. Finalmente, aquí estoy, fiel al compromiso que adquirí desde que comenzó la andadura de esta Pasión virtual.

Ayer, domingo, con la ampulosa disculpa de un «Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular», se han congregado en Sevilla miles de personas, cofrades o no, que, aprovechando las diferentes festividades encadenadas en esta primera semana de diciembre, han asistido no al congreso —de cuyas ponencias y resultados todos habríamos aprendido más de lo necesario— sino a la Magna procesión que recorrería las calles sevillanas cual si de la Madrugá se tratase.

Lo que he visto por fotos, videos y televisiones varias me trajo a la memoria, salvando las distancias, aquellos tiempos en los que casi todos los salmantinos, zamoranos y provincianos aledaños, viajábamos al mercadillo de la fronteriza Vilar Formoso a la caza de algodones y cacharrería varia y de saldo en concurrida procesión rodada por la nacional 620. Y allí, nos cruzábamos todos conocidos por las mismas calles, saludándonos y deambulando sin parecer tener un fin concreto.

Este primer fin de semana de diciembre, han sido autocares repletos moviéndose desde cualquier punto de la península cargados de cofrades que iban «a ver» el espectáculo como si se tratase del único concierto de Springsteen en España o la despedida de Camela de los escenarios. En casi ningún caso, de los que yo sé al menos, el viaje ha estado motivado por la fe o siquiera la religiosidad. Si no, ¿cuántos de todos esos viajeros han asistido a las jornadas congresuales? No. La sensación es que hemos ido allá como hinchas deportivos más que a compartir una experiencia de fe que bien podría desarrollarse en los templos dejando las calles para los paseantes.

No digo que mal ni bien, pero me ha sorprendido extrañamente una Semana Santa en diciembre (solo había que escuchar con los ojos cerrados las palabras de los comentaristas televisivos para trasladarse a los días centrales de la Pasión sin posibilidad de equívoco). Y es algo que, más allá de lo extemporáneo, me hizo reflexionar mientras las imágenes llenaban la pantalla del televisor. Pensé en cómo los cofrades deberíamos salir de nuestra burbuja de autoadmirada seguridad y darnos cuenta de que para una inmensa parte de la población (mucha más de la que creemos si tenemos en cuenta los datos) no somos protagonistas de nada y de que, en los tiempos que corren, quienes nos miran desde fuera nos ven como algo anacrónico, sin sentido y, sobre todo, sin valores. Porque con tanta salida a la calle —ordinaria, extraordinaria, magna, misional o con cualquier otro sentido que se le quiera otorgar—, con tanto ensayo fuera de lugar en el que nos mostramos orgullosamente revestidos como protagonistas de un teatro callejero, con tanto exceso de actividad procesional, en definitiva, estamos desvirtuando lo que para muchos es auténtica devoción y quitándole sentido a lo verdaderamente extraordinario (llamémoslo Pascua de Resurrección) al convertirlo en algo rutinario por mor de lo que parece espectáculo en  lugar de devoción.

Al final, lo que siempre fue digno de admiración y respeto por parte de propios y ajenos, con tanta parafernalia huera —por más que queramos revestirla de un aura que solo nosotros vemos— está siendo motivo de crítica por parte de la mayoría de nuestros conciudadanos (y no hablo de creencias, pues los hay de todos los bandos). Nos ven como paseadores de «muñecos disfrazados» que hacemos ruido para que se sepa con certeza que estamos ahí, mientras las sonrisas de los que miran cada vez menos sorprendidos —si no las risas descaradas— son cada vez más patentes y frecuentes.

Quizá me exceda, pero veo esta actividad rayana en algo parecido a la idolatría. Un sinsentido que, por el abuso, creo que consigue lo contrario de lo que desde la buena fe quizá algún día pretendió. Estoy convencido de que todo esto hace mucho tiempo que perdió ese sentido catequético que se le pretendió dar en su momento y ha pasado a ser lo que en la semana de fiestas septembrinas podría ser «teatro de calle».

Por eso digo que sería conveniente que, de vez en cuando, los de dentro salgamos de ese confort que nos dan quienes nos rodean más cercanamente, no perdamos el rumbo, intentemos mirarnos desde fuera de la burbuja y juzguémonos más allá de nuestro beneficio aficionado al descubrir la desnudez del rey en su nuevo traje (aunque nadie se atreva a decírselo). Creo que muchos, al menos los que cuadran con la sensatez de las mayorías, verían más cercano el ridículo y cómo por momentos se alejan algunas devociones.

Y todo esto, dejando a un lado otros intereses o circunstancias. Todo esto sin considerar que, en definitiva y quizá de forma trascendental, digan lo que digan, directa o indirectamente, para muchos implicados (me refiero ahora a esa procesión magna que ha recorrido Sevilla) todo esto es un gran negocio y como tal lo manejan, aunque nos quieran hacer creer otra cosa. Porque tienen una impresionante capacidad de convocatoria y lo saben. De eso —y de nuestra devoción— se aprovechan.


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