Como
Vargas Llosa respecto al Perú, en su novela Conversación
en la Catedral, me pregunto cuándo se jodió la Navidad. Y ya de paso, y
para justificar la reflexión en este digital de Pasión, cuándo la Semana Santa,
ya que ambas celebraciones, alfa y omega del tiempo espiritual más importante
de la cristiandad, pueden someterse a los mismos criterios de análisis en torno
a la banalización de su esencia religiosa y a su instrumentalización por
cuantos agentes de todos los ámbitos pueden hincarle el diente. Pero hoy toca
la Navidad, mañana vuelve a nacer un nazareno en el corazón de quienes se
acercan al portal, pero también, aunque ellos no lo sepan, o no lo quieran ver,
en el de quienes se avergüenzan de utilizar la palabra Navidad en sus
felicitaciones festivas, pero disfrutan del asueto con el mejor manjar o en la
más lejana playa tropical, bajo la licencia de la festividad.
Así
parecen estar las cosas: la globalización, fenómeno consustancial al ser humano
en general y al español en particular, ha favorecido la creación de un totum revolutum de modas navideñas que
ocultan casi al completo el mensaje esencial de la Navidad. Y lo más curioso es
que, salvo las comidas, el jolgorio y los regalos que arrancan de la dominación
romana, los últimos reconducidos por la Iglesia hacia la epifanía de los Reyes Magos,
las demás son todas foráneas, pero bien asimiladas. Los adornos florales y los
calendarios de adviento proceden de Centroeuropa, las luces de los países
nórdicos (decídselo a los niños, no crean que las han inventado en Vigo como
los pollos en el supermercado), y todas las versiones de Papá Noel nos llegan,
al parecer, desde Turquía después de un largo y dilatado periplo por medio
mundo. ¿Algo más? Pues sí, la nueva moda de los elfos americanos que en pocos
años invadirán todos los hogares españoles por gentileza de El Corte Inglés, el
que cambió el nombre de la calle Federico Anaya por María Auxiliadora. ¡Quién
lo diría!
Para
quienes tuvimos una infancia con una Navidad humilde y hogareña quizá fuera el belén
familiar o el parroquial, en ausencia del otro, el único símbolo decorativo
navideño. Y el de mayor legitimidad, el que otorga sentido a la festividad
incluso para quienes no ven en sus escenas evangélicas más que una bella
elaboración artística o artesanal. Porque más allá de las interpretaciones teológicas
de cada una de ellas, que sustentan la fe de los creyentes, el nacimiento de un
niño transmite, siempre y para todos, un mensaje de esperanza. Esperanza en el
más acá para unos, y en el más allá para otros. Incluso esperanza en la nueva
luz que llegará para quienes gustan de aplicar la celebración al solsticio de
invierno. Apenas una mención hace el papa Francisco en su carta apostólica Admirabile signun sobre El significado y el valor del belén a este concepto
cuando lo refiere a la esperanza que otorga Jesús desde el pesebre a los
desheredados y marginados. Qué oportunidad perdida, pontífice, para ahondar más
en este gran mensaje navideño, del que tan necesitada está la humanidad entera
y que busca desesperadamente durante estos días entre las luces, el espumillón
y el cava. No se me va aquel meme viral que avisaba a la población del final
del simulacro de amor y paz después de Reyes. Pero el belén permanece y debería
permanecer al menos algunas semanas más como símbolo de esperanza hasta
entregar el testigo a la Cuaresma.
La
autoría y el origen del belén esta certificada: Francisco de Asís en Greccio,
Italia, hace 800 años, como el de los villancicos, inseparables del portal, más
modernos, y posiblemente la única aportación española a la Navidad. Me
sorprende, dada la secularización galopante de la sociedad, que todavía esta tradición
belenística esté tan viva y se encuentre, en versión completa o reducida, en
las casas, hoteles, comercios, centros de trabajo, escuelas, calles y plazas,
instituciones… A veces es la disculpa para una sesión de terapia ocupacional de
la tercera edad, para las clases de plástica escolar en diciembre, motivo para practicar
el reciclaje con sus figuras de plástico o cartón, incluso para aprender
oficios antiguos con sus figuras secundarias o la expresión de maravillosas producciones
artísticas. Pero ahí sigue, contando el primer cuento de Navidad con todos los
ingredientes dickensianos. Alguien dijo
que quien ha puesto el belén de niño, aunque se vaya muy lejos, siempre encuentra
el camino de vuelta al hogar. Quizá por eso volvemos todos a casa, a nuestra
infancia, a nuestros recuerdos y nostalgias por Navidad, a recobrar la
esperanza junto a las figuras del belén.
Alguien
nos ha ido robando, como a Sabina el mes de abril, la auténtica celebración
navideña entre el alboroto y el gasto. Quizá convenga salir por algunos
momentos del parque temático en que se ha convertido la Navidad y volver a
mirar al portal como si fuera la primera vez, con la confianza de que entre el
ruido y el caos su relato siempre nos acompañará por dentro. Aunque el niño Jesús
sea de Playmobil. Feliz belén y Feliz Navidad.
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