He de reconocer que mis primeros pasos
por la nave de la epístola, después de atravesar la catedralicia Puerta del
Obispo, adoptada como puerta jubilar en la celebración del reciente 29 de
diciembre, no fueron lo jubilosos que podría haber imaginado. Los que
llegábamos desde La Purísima por el afluente procesional, con medallas,
banderas, estandartes, y hasta cirios y varas, nos habíamos reunido con los
que, disuelto el orden, accedían ya en masa al templo mayor de la diócesis. Ni
cantábamos por la alegría de que nuestros pies estuvieran pisando aquellos
umbrales ni acertábamos a saborear el profundo significado de un rito que
ocurre cuatro veces al cabo de cada siglo (aunque con los jubileos ya pasa como
con las extraordinarias de las cofradías).
Lo bueno es que mi escaso júbilo pronto
lo remontó un agradable encuentro a la altura del crucero, justo allí donde
antaño se colocaba el Santo Sepulcro con Cristo Nuestro Bien, cuando
Descendimiento y Santo Entierro estaban disociados en tiempo y espacio. Por esa
época dejó de ponerse la túnica blanca y la capa azul quien me saludó y
felicitó la Navidad antes de anunciarme que teníamos que hablar, porque quiere
volver a casa, vestir de nuevo su hábito y no hacerlo solo sino acompañado por
su hija. Una conversación más que añadir a las muchas pendientes en la agenda,
pero no una cualquiera, porque cada vez que un cristiano manifiesta su deseo de
asociarse a otros, de responder a una decisión individual abriéndose a los
demás, esa acogida merece el mayor de los cuidados.
Algunos de los que fueron algún día
cofrades y dejaron de salir en procesión, de pagar la cuota, de formar parte de
las listas, en ese orden o en cualquier otro, quizá no hayan sentido el impulso
del regreso o, si lo han experimentado, otros motivos lo han ido apagando o
postergando: malos recuerdos, decepciones personales, contexto familiar
desfavorable, cambios de residencia... Sin embargo, otros lo viven, de manera
más o menos visible, como una suerte de exilio, ya que permanecen las razones
que los alejaron pero no han desaparecido tampoco las que aseguran su cercanía,
su afinidad, su amor sincero a la cofradía. No están, pero no han dejado de
ser. No son de derecho, pero la fuerza del hecho les ha marcado. No han vuelto,
pero pueden volver.
Nunca he dejado de pensar, como miembro
de la Vera Cruz, en toda esa diáspora azul que añoro, no como mera nostalgia,
sino porque la fraternidad no es revocable y siempre serán mis hermanos. Desde que
los cofrades me eligieron para servir en la presidencia y nuestro obispo
ratificó aquel acuerdo he seguido pensando en ellos, deseando que, si Dios así
se lo suscita, un día regresen a su casa. Tendrán las puertas abiertas.
Porque abierta ha de estar siempre la
puerta, aunque suponga un sacrificio. Uno de los asistentes a la misa del
citado 29-D se nos acercó a algunos azules, al vernos de pie en el
crucero, pensando si tendríamos algún tipo de autoridad que nos capacitara para
ordenar el cierre de la puerta, porque entraba mucho frío. Informado de nuestra
condición de fieles rasos, no sé si por el resto de la celebración pudo captar
el sentido de que aquella puerta, en un domingo tan gélido, permaneciera
abierta, como un signo que invita a la reconciliación, a pedir y recibir el
perdón (y a darlo), a sentir la penitencia como puerta de la alegría.
Abierta la puerta de la Iglesia, que
imita a la del Cielo si de verdad hace fiesta por cada pecador que vuelve, y
abiertas las puertas de las cofradías, que todas tienen su diáspora y sus
exiliados, sus heridas que sanar y sus huecos que hacer, puesta siempre la mesa
para el regreso. Porque a su Hijo llamó de Egipto, y tras la huida hubo una
vuelta hacia el ejemplar silencio del hogar de Nazaret.
0 comments: