Estamos asistiendo en los
últimos tiempos a lo largo y ancho de nuestra geografía a una expansión del
fenómeno cofrade cuanto menos peculiar. La multiplicación, refundación y
presencia de numerosas cofradías (asociaciones de fieles) es una realidad
eclesial y social cada vez más consolidada, y que reclama una reflexión
continua y profunda sobre el ser y el estar en la Iglesia.
El dato que puede dar
seguridad y estabilidad a estas nuevas realidades es que cada uno de esos
grupos tengan bien establecidos los fines de los mismos y que los cumplan.
En concreto los fines de
culto, caridad y evangelización. Observados esos fines, la actividad debe acompasarse,
ya sí, con la presencia en los ámbitos de tipo social, por medio de otras
situaciones como las declaraciones de interés geográfico o la presencia de
estas cofradías en ámbitos sociales diversos, que con ser relevantes e
importantes no pueden nunca desplazar su naturaleza e identidad, que no es otra
que la propiamente religiosa.
Todo esto puede parecer una
obviedad, pero no por ser evidente no debe de ser recordado una y otra vez. Lo
más fácil es agruparse en torno a fines o acciones que pueden ser loables pero
que, a medio largo plazo, desvalorizan las cofradías, crean crisis sucesivas y
hacen estériles todos los esfuerzos.
Es bueno recordar, una vez más,
que la Iglesia reconoce a las cofradías y les confiere personalidad jurídica,
aprueba sus estatutos y aprecia sus fines y sus actividades de culto. Sin
embargo, les pide que, evitando toda forma de contraposición y aislamiento,
estén integradas de manera adecuada en la vida parroquial y diocesana. Y esto
no es estética, pues toda actividad es expresión genuina de lo que es la
cofradía, no lo que sean u opinen que debe ser o en un momento determinado
puedan serlo algunos de sus miembros. Y esto exige una revisión constante y una
atención muy especial por parte de todos cuantos participan, lo que es una autoexigencia
hoy por hoy ineludible.
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