Supongo
que la analogía estará ya hecha. Pones el agua al fuego, te olvidas un momento
y cuando te quieres dar cuenta tienes un pandemónium formado en la cocina.
Cuando tomas conciencia de la situación, con calma, apagas, pasas un paño y
secas lo que al final solo ha sido una muy pequeña parte derramada del cazo en
el que ibas a preparar lo que fuera. Así son las redes sociales, un burbujeo
explosivo, atronador y, al final, poco más que endeble vapor.
Pues
la que se lío. Resulta que el Museo del Prado –qué bien cuando un gran museo
está además lleno de buenas ideas– ha organizado una exposición sensacional
llamada «Darse la mano». Está dedicada a la relación entre la escultura y el
color en el siglo de Oro y, entre otras cosas, pone en relación algunas tallas
con cuadros que las reproducen o que al menos abordan la misma temática. Se
entiende muy bien con una de las piezas cedidas para la muestra por el museo
Carmus de Alba de Tormes, El Cristo de la Victoria, pintura de Herrera
Barnuevo que es, a todos los efectos, una escultura.
Resulta
que este mismo artista es el autor (probable) de un cuadro magnífico que
reproduce la Virgen de la Soledad de San Isidro de Madrid. Se trataba de una
obra de Gaspar Becerra que, por encargo de la mujer de Felipe II, introdujo
este culto en España con un éxito iconográfico con pocos precedentes.
Antes
de llegar al meollo un apunte rápido: Gaspar Becerra habría hecho también, con
los mismos estilemas, una Soledad para el convento de los Mínimos de Salamanca
(situado en las proximidades de la Puerta de Zamora), muy posiblemente semilla
de la devoción salmantina por la Soledad con rastro totalmente perdido.
A
lo que vamos. La obra de Madrid ardió en la Guerra Civil, pero su eco en
autores de enorme categoría fue tal que hoy pueden seguirse fácilmente las
huellas. Al Prado le pareció muy buen representante (¿a quién no?) la Virgen de
la Soledad de Salvador Carmona que pertenece a la Hermandad de la Real Esclavitud del Santísimo Cristo del
Perdón y de la Virgen de la Soledad del Real Sitio de San Ildefonso. Y como
quiera que esta imagen sigue el modelo de vestuario de la de Becerra –que
introdujo el negro y el blanco tal y como era el luto cortesano en el periodo
de los Austrias–, se pidió a sus camareras que se encargaran de vestirla para
la exposición.
Y aquí se desató la de San Quintín. El vídeo
que muestra el proceso presenta las manos de la virgen en una caja antes de su
ensamblaje. Primeras furias: ¡Qué falta de respeto mostrar las manos como si
fueran cualquier cosa! (como… ¿lo que son?). Segundas furias: ¡Qué hacen unas
señoras y algún señor de la calle vistiendo una pieza en un museo! (son quienes
la cuidan todo el año y para ellos no es una pieza de museo). Y, tercer y
definitivo asalto, a una de sus camareras no se le ocurrió otra cosa que
mientras le colocaba el velo hacerle una ligerísima caricia al rostro. ¡¿Pero
esto qué es ya?!
Que sí, que ya sabemos que no se debe. Que
Isabel Pantaleón, María Luisa Uffizzi y otros restauradores están hartos de
arreglar las huellas de «buenas intenciones» que acaban haciendo daño, pero
¿qué quieren que les diga? Viendo el cariño de la escena recogida, dudo
muchísimo que esa Soledad, o cualquiera, esté mejor a cargo de quien usa las
manos, en vez de para dar una caricia furtiva, para seguir haciendo el mundo
más gris a base de tortazos.
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