Ciertamente
pensé no hacerlo y así se lo dejé caer a los más cercanos. Tenía la intención
de no hablar del Jubileo de la Esperanza, ya tratado en alguna de las
colaboraciones que preceden a esta que ahora lees, y seguro que sujeto
protagonista de más de una de las venideras. Estaba dispuesto a no incidir en
el tema de moda, pero la pluma es débil y la «procesión del turrón» la tenía puesta
ahí, como si yo fuera Fernando VII, el Rey Felón, con el taco de billar entre
las manos. Así que, consciente de mi debilidad y de la reiteración, hago de
tripas corazón y voy con el tema… o algo parecido.
Más allá de
procesiones navideñas sin sentido (no digamos peregrinaciones, por favor)
excesivamente sesgadas hacia algunas agrupaciones diocesanas de laicos y por
más que se quiera descargar la responsabilidad en papales argumentos
inexistentes, creo que este jubileo que ahora estrenamos como algo
extraordinario (o así debiera ser) no debe quedarse sencillamente entre
nosotros, ciudadanos de primera para los que nuestras esperanzas no se
depositan casi nunca más allá del diámetro de nuestros ombligos, aunque estemos
dispuestos a revestirlas de una bienintencionada apertura a los que nos rodean,
siempre cercanos y casi tan necesitados como nosotros mismos.
No quisiera que
estas palabras fueran malinterpretadas, que siempre hay quienes gustan de
agarrar el rábano por las hojas. Soy consciente de que muy cerca de mí, mucho
más de lo que pudiera creer, hay necesidades y necesitados, quizás invisibles,
cuando mi mirada se dirige a otros puntos en los que sé que va a ser bien
recibida sin más esfuerzo por mi parte y que despertará incluso el aplauso
fácil de quienes miran sin saber bien qué es lo que están viendo. Sí, me
refiero a lo que ya hemos visto en la apertura del año jubilar y, con más
énfasis, a lo que ya se nos anuncia por venir en esta diócesis que me acoge.
Digo todo esto,
porque creo que la esperanza que debemos despertar, fomentar y alentar, esa a la
que Francisco se refiere en su bula (que animo a que sea leída), debe ir mucho
más allá de confortar a enfermos bien atendidos en hospitales de primera, de
aliviar más nuestra conciencia que la necesidad real de otros con un kilo de
arroz y un litro de leche o de organizar una procesión (no digamos
peregrinación, por favor) con ruta cómodamente marcada, en la que se alivia más
el espíritu de los de dentro que el alma de los destinatarios (ya sean
santuarios o residencias de ancianos).
El jubileo, por
más que para la mayoría sea atravesar una puerta santa y cumplir las
condiciones que permitan ganar indulgencias, será con seguridad para aquellos
que apenas lo busquen. Para quienes en su rutina diaria se dan a los demás como
si ellos mismos fuesen la esperanza anhelada. Esos que discretamente (y por
ello no daré nombres, pero déjenme que recuerde al «club de los Manolos», mis
amigos de Proyecto Hombre) «biengastan» su tiempo en hacer que la vida de
quienes tuvieron la desgracia de tocar fondo mire adelante y ponga todas sus
esperanzas en un futuro no mejor sino normal. Esperanza sin alharacas.
Seguir las
palabras del papa cuando nos habla de esperanza, es lo que lleva a cabo desde
el mismo momento de su origen la salmantina Hermandad Franciscana, aun sin intención
y adelantándose a bulas y recomendaciones. Porque su esperanza pasa por pedir
por la paz para todas aquellas tierras en las que los Lugares Santos se vacían
por conflictos sin sentido y por la esperanza deseada de que un día cese la
persecución de quienes por defender un credo se ven obligados a sufrir,
esconderse o, en muchos casos, dar sus vidas. Solo por decirse cristianos. Sus
actos, públicos, participativos y ecuménicos, aunque solo sea por levantar la
voz para abrir los oídos de quienes no ven esa realidad, son clara muestra de
cómo esta virtud teologal con la que san Pablo infundía aliento a los
perseguidos cristianos de Roma, debe ser puesta en práctica más allá de dejarla
encerrada entre la fe del carbonero y una caridad que, bien entendida, como
sabemos, la empezamos por nosotros mismos. Este sí que podría ser modelo sugerido
por la bula pontificia. Y no un modelo vano, sino uno que va más allá y que se
compromete en lo material como parte fundamental y complementaria de lo
espiritual. Por eso, no quisiera terminar este párrafo sin mencionar cómo por
encima de todo, para hacer cimiento en aquella esperanza que regalan con su
servicio cuantos mantienen la Custodia de Tierra Santa desde hace más de ocho
siglos, la Hermandad Franciscana vuelca en esos Santos Lugares cuanto excede a
lo que la propia hermandad considera franciscanamente imprescindible. El
ochenta por ciento de sus ingresos anuales se destina al sostén económico de la
Custodia. Algo que está en la esencia fundacional y que se ha visto
materializado en 5200 euros cargados de esperanza en este año recién pasado.
Esperanza consciente.
Son dos
ejemplos, solo dos, de cómo no hace falta romper los hábitos ni programar nada
extraordinario para seguir las recomendaciones de la «Spes non confundit», sino
simplemente poner a funcionar algún «músculo» que, por lo que sea, parece que se
nos haya ido atrofiando. Porque la Esperanza –digámosla con mayúscula– hay que
llevarla allá donde sea necesaria, más allá de nuestras mejores intenciones, y
adonde seguro que no llegarían nuestras procesiones (no digamos
peregrinaciones, por favor).
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