martes, 18 de febrero de 2025

Diálogos de sacristía (III). De estética

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Enrique Mora González OdM


18-02-2025

 

Padre, casi no llego, decía el joven Adrián, mientras entraba a la sacristía, con su casco en mano y mochila al ristre, para acolitar en la misa de la tarde.

¡Vamos, vamos! Que sólo quedan unos minutos. No hagamos esperar —le respondió D. Manuel—.

—¿Viste cómo han dejado la iglesia los de la hermandad? Prosiguió D. Manuel.

—Apenas me ha dado tiempo de fijarme bien. He pasado deprisa, le respondió Adrián. Pero como para no darse cuenta. ¡Menudo altar han preparado! ¡Está precioso!

No te imaginas —le subrayaba el cura— el trabajón que hay detrás y el dinero también, porque las flores están a precio de caviar y la cera no le va a la zaga.

—Pero ¡vamos! Termínate de revestir. Venga, chico. Después de misa vamos a contemplar bien lo que han hecho.

A eso D. Manuel, volviéndose, con las manos entrelazadas y puestas sobre la cajonera de la sacristía, con la mirada baja y en posición de recogimiento, encorvado sobre el apoyo de sus manos, abstrayéndose de todo, comenzó a musitar la oración del angélico doctor: Ego volo celebrare Missam, et configere Corpus et Sanguinem Domini nostri Iesu Christi...

 

Tras la misa, recogido todo y cerrada ya la iglesia, desde la transacristía le preguntó D. Manuel al joven acólito: ¿Has dejado encendido el altar de cultos? Termino de guardar la colecta y de apuntar unas cosas y salgo.

—Sí, sí. ¡Claro que lo he dejado encendido!

—Espera un segundo y estoy contigo, le respondió D. Manuel. ¿Tienes hoy mucha prisa?

—No, padre, hoy es viernes y no tengo planes.

 

Saliendo a la iglesia, D. Manuel y Adrián, se fueron hacia el altar de cultos que la hermandad había preparado en el ábside de la nave de la epístola para comenzar su septenario, al día siguiente, en honor del Santísimo Cristo de la Misericordia. D. Manuel a los miembros de la hermandad les daba no solo campo libre para que extendieran todo su boato, sino que además les daba ideas y tutelaba para que no se perdiera el sentido ni el orden. La estética sagrada los unía, como un importante punto de encuentro, en su forma clásica y barroca, al párroco con la hermandad y viceversa, en un matrimonio bien avenido.

Situados Adrián y el párroco ante el altar, le comentaba al acólito D. Manuel:

—¿No te parece, Adrián, que es un altar de barroca sobriedad?

—¿No es eso una contradicción, padre? Le replicó Adrián. Ya sabe, padre, que yo no pertenezco a ninguna hermandad, pero me gusta la estética religiosa que desarrollan. A mí me mueve a devoción. Creo que utilizan un lenguaje universal para elevarnos a las moradas del cielo. ¿Quién puede decir que no le mueve, conmueve y remueve toda esta belleza?

¡Uy, Adrián! —le replicó como un resorte el cura— a todos los iconoclastas y semi-conoclastas esto les produce urticaria, como a los protestantes. El humo del incienso, una palabra en latín y una estética subrayadamente católica, clásica y tradicional les produce el mismo efecto que el agua bendita al diablo.

El comentario hizo que ambos se sonrieran con complicidad.

La cuestión, caro Adrián, —prosiguió el mordaz de D. Manuel— es que la estética tiene mucho fondo y tiene más importancia de lo que pudiera parecer, pues manifiesta o pretende manifestar una realidad oculta e interior. No estoy diciendo nada del otro mundo. Te pongo ejemplos vanos, porque para muestra un botón. Tú que eres joven, ¿no ves cómo tus compañeros dan mucha importancia a su estética, aún en el caso de la buscada «desestética»? El modo de vestirse o desvestirse de arreglarse o afearse como pingajo es en sí mismo un lenguaje. De ahí que vemos, por la pura estética, que este es un pijín del PP, aquel un chulito de Vox, el otro un progre, el otro un «perroflauta», aquel un alternativo, el otro un «pirao» a lo Che Guevara, el otro un militante confeso de la religión LGTB, el otro un clásico que no se sale de lo serenamente común. Tú, fíjate, por ejemplo, en la guerra de las pulseritas. La verdad es que, en eso, los progres eclesiásticos, los de la urticaria, dan en el clavo. Saben bien que detrás de la mera estética hay un mundo hondo, de ahí que les pique ciertas estéticas y se sientan como pez en el agua con otras. Nada es baladí.

¿Sabes, Adrián, lo que dicen en mi pueblo? —continuó D. Manuel —. Es un refrán que por aquí no lo he escuchado. «Cuando te vi venir con el sombrero de paja, serás muy buen albañil, pero en mi casa no trabajas».

—Pues claro que dan el clavo, padre, contestó con inhabitual contundencia el bueno de Adrián. En clase de estética, en filosofía, comprendí la importancia que tiene la estética para crear ámbitos. Y la estética manifiesta una ética y conduce hacia una ética.

Yo ya no me acuerdo de las clases de estética —repuso D. Manuel— pero es que es de cajón. Si la cuestión es que, banalizando, o pretendiendo banalizar la estética, por camuflada conveniencia, nos cuelan la ética o la ideología que está detrás. De ahí la lucha silenciosa, por ejemplo, en el ámbito eclesiástico, de clerigman o camisa de cuadros, sotanas, roquetes... albas premamás o albas de puntillas, zapatos o zapatillas fosforitas y así hasta completar la lista. Si cuando ves venir el sombrero de paja que trae el cura, ya ves más que si le haces un test o examen. Pero lo bueno es, por pura estrategia —decía con toda la sorna el cura— decir que todo se reduce a distintos estilos. Que, ¡qué más da! Eso sí, unos que avanzan y otros que retroceden. Lo de las marchas atrás o adelante en la Iglesia es tan manido como simplista. Más simple que el moco de pavo. La soberbia de los progres es esta, la de que avanzan, aunque sea al precipicio. Y la estupidez de los conservadores, la de aceptarla, comprándoles sus premisas. En fin, compremos el argumento, para sobrevivir, lo de que todo se reduce a cuestión de estilos. Todo es lo mismo y todo es igual, lo importante es, como dice el salmo y canción, vivir todos unidos, mano con mano en el obrar...

Mira, Adrián, me ha venido a la cabeza ahora mismo el recuerdo de una anécdota. ¡Una anécdota real! Entró un profesor de la Gregoriana en clase, el padre Janssen, bien lo recuerdo, y nos comentó que en el pasillo se había encontrado a dos exalumnos suyos sacerdotes que aún pululaban por la Universidad concluyendo algún grado. Uno de ellos venía vestido de borghese (dijo en su italiano de fuerte acento flamenco), es decir, de paisano. Comentaba que traía pantalones jeans (vaqueros) rotos y todo él muy, digámoslo caritativamente, de sport. Y el otro, que era del mismo curso y compañero, según dijo, venía con sotana, con greca (dulleta) y con saturno (con teja). La interpretación que nos dio el profesor era conciliadora. Para él, el uno quería o pretendía manifestar la dinamicidad de Dios, y el otro su inmutabilidad. Y así ambos, lo uno y lo contario, en sus estéticas eran legítimos. ¡Lástima que no hubiese un tercero para decir que in medio est virtus! Y se echó una carcajada. El medio es tan relativo... Así todos somos del medio...

Bueno, dejémoslo ahí, recapacitó el cura, pues no quería inquietar al joven ni escandalizarlo, ni ponerle perros en danza.

—¿Qué te parece, Adrián, todo este boato que han preparado?

Yo creo, padre, que, con esta cantidad de cirios, con todas estas flores, el precioso dosel, la exaltación de la imagen del Cristo, la colocación de todos estos ángeles adoradores, han pretendido crear, como le decía, un ámbito: sagrado, mistérico, celestial, de recogimiento, de asombro, incluso de estremecimiento de la criatura ante el Creador. Interpreto que han pretendido expresar la gloria del Cristo ofrecido al Padre en el sacrificio de su pasión. Es el dolor y la pasión de Nuestro Señor transfigurado ya todo en gloria y gracia. Es el dolor de lo humano ya redimido y glorificado. La elevación del barro de Adán, a través del sacrificio salvífico de la cruz, a la gloria de la Jerusalén celestial. Expresa, además, el deseo de transcendencia de lo caduco, del valle de lágrimas, de los sacrificios que conlleva el amor, incluso de nuestro propio cuerpo... Todo es elevación, pero mostrando claro el quicio de este paso, la pasión y cruz de Nuestro Señor. De ahí que la cruz es bella, que las llagas son hermosas, que las espinas punzan de amor, que las espaldas flageladas son sacramento de perdón, todo en paradójico retorcimiento de cruz y gloria, de sangre y cielo, de barro y espíritu, de gracia y libertad, de pecado y perdón, que pretende dejar sin palabras al fiel en confesión apofática.

Hijo mío, le replicó el cura bien orgulloso de su pupilo, mañana predicas tú. No se podía decir mejor y más poético. La filosofía de la universidad produce sus efectos. Subrayo todo lo que has dicho y lo hago mío.

Y ya ves, siguió ahora con tono derrotado D. Manuel, el porqué de la urticaria de la que hablábamos. Pero no ahondemos, aunque están muy equivocados, por mucho que esgriman el argumento de Judas, el ladrón y traidor, «bien se podría haber dado todo este dinero a los pobres», o el de Isaías, de la religión exterior. Pero es lo que hay. Menos mal que algunos son liberales en extremo y por ahí abren cierta puerta a la tolerancia. A veces el pecado trae alguna gracia... En fin, con perdón, una pena, hijo mío.

De todos modos, padre, aunque le cambie un tanto de tema, y yo no entiendo mucho de eso, sí que he leído fieras luchas entre cofrades por unas estéticas o por otras: austeros, barrocos, andaluces, castellanos, que si velas, o bombillas...

¡Uy, ese es otro cantar! Si aquí todos tenemos una buena pedrá. Le respondió D. Manuel. ¡Esa es otra! Pero de distinto nivel. Es pasar de la mística a la «mástica». Es cierto que, para algunos, en su tontería, piensan que es lo fundamental. Stultorum infinitus est numerus. Estas grescas son aprovechadas por los «iconoclastas heretizantes». Y así se les dan razones y se le echa verdura a la bestia. Porque quien se queda en la estética sin ir al fondo —todo lo que comentábamos antes—, pues apaga y vámonos. Porque, además de simple, por no llamarle tonto, con perdón, cuando así se actúa es porque todo ha quedado en el exacerbo del sentimentalismo y en un prurito esteticista.

Pero, bueno, ya que lo preguntas, lo importante no es si sobriedad o boato, pues ambas cosas pueden estremecer de igual manera. Pero, por decirlo en breve, la cuestión —y esto sí es importante— es que no se caiga en lo cutre, en lo hortera, en el descuido, en el qué más da o en el «si sale con barba san Antón y si no la Inmaculada Concepción». Pero algunos, ahora que no nos oye nadie, venden el descuido y la horterada como estilo propio y como signo de pobreza. Pero eso es otro cantar... Es que cada uno encarece lo que quiere para defenderse sin dejarse cuestionar. Pero, insisto, la horterada, el descuido, el desorden y la chabacanería no tienen excusas, aunque, ahora que lo pienso, esto también vale para los templos modernos, los atalajes litúrgicos, las celebraciones y hasta para el revestimiento de los curas, que algunos confunden lo pobre y natural con lo cochambrero.

—Padre, que ya va...

—Sí, Adrián, cada tonto con su tontería.

—Y otra cosa, padre, que nunca supe. ¿Por qué se llama «Altar de Culto»?

Eso es difícil de entender hoy cuando los retablos en las iglesias, con la nueva liturgia, se han convertido en fondos de escenario.

Bueno, chico, vamos a orar un rato en silencio, que todo lo que has dicho antes necesita de silencio que nos propicie entrar en ese ámbito de esta gloria de altar. Luego seguimos.

(continuabitur)


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