Años
mirando con recelo al sur, con la monserga de las identidades primigenias y
resulta que el peligro venía de otro punto cardinal, de bastante más al este.
Los artesanos andaluces andan con la mosca detrás de la oreja por la entrada –de
momento residual, pero todo se andará– de mantones bordados desde Bangladesh o
Pakistán para la Semana Santa.
Según
inventariaba hace unos días EL CONFIDENCIAL, son notorios los casos de la
sevillana Hermandad del Soberano Poder de Morón de la Frontera y la gaditana
Hermandad de la Clemencia de Jerez de la Frontera, con piezas de enjundia, pero
existe la sospecha de que el «arte pakistaní» está entrando por la puerta de
atrás en forma de pequeños bordados, túnicas, faldones y bambalinas.
Es,
parece, una tentación de querer salir aparentemente del paso con una
adquisición resultona que dé el pego a los ojos no expertos y que no es otra
cosa que la enésima cara de la misma moneda (zapatillas, camisetas, textiles
varios…): una foto robada, un diseñador «mañoso» a la hora de copiar,
gigantescos talleres sin ninguna noción del más mínimo derecho laboral y
producción a escala que sale a unas cincuenta o cien veces menos de precio que
el original. Era lógico pensar que la globalización también iba a ser esto. Aquí
nadie está a salvo de la copia y producción a escala que se vende muy barata
bajo el argumento de «si es que ni se nota».
El
hecho de que esta oleada haya comenzado por Andalucía (que se sepa) solo
refleja dónde hay más mercado y que, sin duda, no tardando mucho habrá algún
iluminado que lo intente colar por aquí. Miedo da pensar que estos talleres
descubran el bordado charro, o el serrano, y empiecen a producir a escala sus
remedos.
Porque
si llega a zonas con cofradías muy numerosas y con bastante poder adquisitivo,
en general, qué no pasará donde superar los quinientos hermanos es un logro al
alcance de muy pocos.
Conviene
ir mentalizándose de que es mejor tener poco y digno a aspirar a tener mucho de
cualquier manera, que luego pasa lo que pasa. Lo dice alguien que suele rebatir
la afirmación de que la Semana Santa de Salamanca tiene en la austeridad una de
sus señas distintivas históricas. Yo sostengo, a la luz de la evidencia, que lo
que nuestra Semana Santa ha sido mayor y tradicionalmente es pobre, que no es
lo mismo, y que cuando por unas cosas o por otras ha habido dinero, bien que se
ha notado sin austeridad ni gaitas.
Cuando
se pudo contratar a Esteban de Rueda, a Carnicero, a Larra Domínguez, a Carmona
o a Benlliure se les contrató, y cuando no se hizo lo que se pudo.
Basta
mirar los retablos de la Vera Cruz, la Purísima o la Clerecía para dudar de la «característica»
austeridad salmantina. O, ya que estamos con los mantos, los dinerales que se
han gastado en el pasado en algunos del Nazareno, con bien de oro y piedras y
nadie le discute que es el Nazareno de Salamanca. Otra cosa es que haya habido
periodos de esplendor y otros en los que no ha habido ni para velas.
Y
no estoy diciendo que la Semana Santa tenga que ser así o asá, eso cada
cofradía entenderá cuál es su camino, ni haciendo una defensa del oropel, que
en absoluto, pero tampoco hay que llamarse a engaño con según qué cosas.
La
diferencia es que antes no había cantos de sirena desde talleres de Pakistán
para tentar a las juntas de gobierno. Y de momento estamos hablando de los
mantos y otros enseres textiles, pero nadie nos dice que no se dé el salto a la
talla láser, total, si es copiar…
Pues
eso es lo que parece que viene. Hora de tener claro dónde está lo importante y
dónde está la verdadera esencia. Aunque cueste más y no quede otra que ahorrar
años y años.
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