La Semana Santa celebra
el eje central de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Este
acontecimiento, que constituye el punto de inflexión en la historia del hombre,
se vivió de modo muy distinto entre sus contemporáneos y, por añadidura, entre
todos hombres que han seguido entretejiendo los hilos de la humanidad, hasta
nosotros mismos.
La muchedumbre que le
recibió en Jerusalén gritando hosanna, bendito el que viene en nombre del
Señor, tardó muy poco en pedir su muerte a cambio del perdón a un criminal.
Presenciaron como espectadores su calvario con la más absoluta indiferencia o,
en el mejor de los casos, una pose de estremecimiento efímero, de lágrima
fácil. Sus discípulos más cercanos, los más íntimos, aquellos que le declararon
una lealtad inquebrantable, que prometieron no negarle nunca e incluso apurar
el cáliz que él habría de beber, enseguida se vieron invadidos por el miedo y
no tardaron en desdecirse o desaparecer de la escena aturdidos y contrariados.
En definitiva, la inmensa mayoría, en el momento crucial de su camino, desde
que es arrestado hasta que exhala el último suspiro sobre la cruz, le dieron la
espalda, por cobardía, por ignorancia, por temor, por decisión personal, por la
inercia de una masa enfebrecida con el espectáculo de dolor y sufrimiento.
María, sin embargo, a
quien la devoción popular ha revestido con todos los títulos imaginables, fue
la primera ―y más importante― maestra de Jesús,
quien le abrió los ojos al mundo y a las emociones, quien primero le habló de
Dios, quien fue transmitiéndole las certezas de lo que él iba intuyendo sobre
su condición única. Pero también fue, una vez que empujó a su hijo a comenzar
la vida pública, la primera discípula, la que más y mejor aprendió, la que
guardó todas sus enseñanzas en el corazón. Asumió las palabras proféticas (será
signo de contradicción, y a ti misma una espada te travesará el alma) sin
fisuras ni vacilación. Y su aprendizaje duró toda la vida.
Pero es en la pasión,
muerte y resurrección de Cristo donde la naturaleza excepcional de María se
muestra de un modo revelador y definitivo. Desde que Jesús es traicionado por
Judas, arrestado por el Sanedrín, interrogado, brutalmente golpeado, humillado
y torturado hasta la muerte, y una muerte de cruz, María se desvive por
encontrar a Jesús y no apartarse de su lado o por estar al alcance de su
mirada, por que su hijo sepa que sufre con él, que no va a alejarse de su lado.
¡Cómo imaginar un dolor más grande! Los empujones, las burlas, los golpes y
latigazos, los martillazos brutales de los clavos en sus miembros
desgarrados... todo el cortejo siniestro y ávido de sangre no consiguen que
desfallezca, no pueden impedir que se encuentre con su mirada, que no sea el
odio lo último que ve Jesús, sino un amor que desborda los cauces de lo humano,
un amor absoluto e inquebrantable. Mientras Magdalena se rompe en un llanto
incontenible, María no aparta la mirada de su hijo y consuma todas sus
enseñanzas y anuncios: morir para vivir. Ahora tiene la certeza absoluta de lo
que siempre intuyó y guardó en lo más profundo. Y cuando Jesús, con apenas un
hilo de voz, exclama: mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre,
comprende lo que los demás no entienden.
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