Ya
se acerca «la fecha». Estamos a punto. Va llegando el momento esperado a lo
largo de todo el año. Y por eso conviene recordar algunos principios que se
hacen estos días más patentes, pero que ‒como decimos siempre‒ debemos tener
presentes constantemente, no solo en la semana de procesiones, sino durante
todo el año litúrgico, en nuestra vida de creyentes.
Este
tema ya se ha tocado aquí varias veces, sí. Pero precisamente por su
importancia y porque habrá muchos que se hayan incorporado más tardíamente hay
que traerlo a colación una vez más.
Hablamos,
claro, de las expresiones de piedad y religiosidad ‒llamada‒ popular y su
imprescindible concordancia con el verdadero objetivo de nuestra vida de
cristianos. No debemos ‒ni podemos‒ olvidar cuál es el genuino fin de todos
nuestros actos en el marco de la Pasión (y el resto del año, claro está). Es
necesario no descuidar que nuestra participación cofrade no puede tener otra
meta que la vivencia profunda y asentamiento de nuestra fe cristiana. Y solo
eso.
Como
nos recuerda la Conferencia Episcopal Española, «cuando la fe se encarna en la
cultura popular surge una religiosidad que tiene una forma propia y unas
expresiones impulsadas por el pueblo que la acoge y el contexto en que se
viven. Los ejercicios de piedad en torno a las fiestas litúrgicas […], tienen
como objetivo acercar al pueblo cristiano al conocimiento de Dios y a su
adoración. La religiosidad popular pone en relación las expresiones populares
de la fe y los misterios centrales de la vida cristiana. De las prácticas de
piedad, […] cofradías o salidas procesionales se lleva a contemplar y adorar el
misterio de la redención, la presencia en la Eucaristía, la veneración de la
Madre de Dios».
Es
decir, la religiosidad popular pone en relación las expresiones populares de la
fe y los misterios centrales de la vida cristiana. Y así debe ser.
Aunque
mucho tiempo denostada o minusvalorada (o hasta despreciada) esta forma de acercarse
a Dios, fue fundamentalmente Pablo VI quien comenzó a darle carta de naturaleza
entre las expresiones de fe eclesiales. En su exhortación apostólica de 1975, Evangelii nuntiandi, dedicó un apartado a este
tema en el que, entre otras cosas, afirmaba (48): «[la religiosidad popular] refleja
una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la
paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra
actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en
quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida
cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos
aspectos, la llamamos gustosamente "piedad popular", es decir,
religión del pueblo, más bien que religiosidad».
Desde
ese momento, la Iglesia se ha preocupado de favorecer, pero también de orientar
esta expresión fiducial. Por eso, en 2002 ‒bajo el pontificado de san Juan
Pablo II‒, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos promulgó un extenso y enjundioso Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, que afirma en sus puntos 4 y
5:
«La
religiosidad popular, que se expresa de formas diversas y diferenciadas, tiene
como fuente, cuando es genuina, la fe y debe ser, por lo tanto, apreciada y
favorecida. En sus manifestaciones más auténticas, no se contrapone a la centralidad
de la Sagrada Liturgia, sino que, favoreciendo la fe del pueblo, que la
considera como propia y natural expresión religiosa, predispone a la
celebración de los Sagrados misterios.
La
correcta relación entre estas dos expresiones de fe, debe tener presente
algunos puntos firmes y, entre ellos, ante todo, que la Liturgia es el centro
de la vida de la Iglesia y ninguna otra expresión religiosa puede sustituirla o
ser considerada a su nivel.
Es
importante subrayar, además, que la religiosidad popular tiene su natural
culminación en la celebración litúrgica, hacia la cual, aunque no confluya
habitualmente, debe idealmente orientarse, y ello se debe enseñar con una
adecuada catequesis.»
Es
responsabilidad de las propias congregaciones, hermandades y cofradías
proporcionar a sus miembros esa catequesis para que estos puedan desarrollar
‒en el marco de los actos propios de cada agrupación‒ una completa y correcta
vida de fe centrada en los misterios esenciales de la doctrina cristiana. Para
que, como dice este Directorio en su punto 138 (referido a la Semana
Santa):
«Es
muy intensa la participación del pueblo en los ritos de la Semana Santa.
Algunos muestran todavía señales de su origen en el ámbito de la piedad
popular. Sin embargo, ha sucedido que, a lo largo de los siglos, se ha
producido en los ritos de la Semana Santa una especie de paralelismo
celebrativo, por lo cual se dan prácticamente dos ciclos con planteamiento
diverso: uno rigurosamente litúrgico, otro caracterizado por ejercicios de
piedad específicos, sobre todo las procesiones.
Esta
diferencia se debería reconducir a una correcta armonización entre las
celebraciones litúrgicas y los ejercicios de piedad. En relación con la Semana
Santa, el amor y el cuidado de las manifestaciones de piedad tradicionalmente
estimadas por el pueblo debe llevar necesariamente a valorar las acciones
litúrgicas, sostenidas ciertamente por los actos de piedad popular».
Por
todo ello, tenemos que esforzarnos mucho en evitar un peligro que ‒así mismo‒
señala el Directorio: «Las expresiones de la religiosidad popular
aparecen, a veces, contaminadas por elementos no coherentes con la doctrina
católica». O, como advirtiera el propio Pablo VI, «[la religiosidad popular]
está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a
las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones
culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a
la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial». (Evangelii
nuntiandi, 48).
Esa deformación es nuestra
verdadera enemiga. Preocupémonos (y hasta obsesionémonos) de no caer en ella, y
hacer de nuestra participación en nuestras cofradías un verdadero camino de
vida de fe, de manifestación del mensaje evangélico y de ejemplo cristiano para
el pueblo que nos está viendo. Es tarea inequívoca ‒como señalamos más arriba‒
de los responsables de las congregaciones, hermandades y cofradías; pero, a no
dudarlo, la responsabilidad primigenia y real comienza en cada uno de nosotros.
Que el fervor y el ansia de Semana Santa no nos lleve a olvidarlo.
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