En la misa de este día se
bendice y se impone la ceniza, hecha de los ramos de olivo o de otros árboles,
bendecidos el año precedente.
Así
dicen las primeras rúbricas del Misal Romano correspondientes al Miércoles de
Ceniza. Las letras en rojo que hay que leer (y cumplir, no son un capricho),
pero no en voz alta. Los ramos de aquel domingo de estrenos, las palmas que
entonces fueron alabanza y luego se han conservado como signo de bendición y protección,
palidecen ahora, perfumadas con incienso y rociadas con agua, para finalmente
ser quemadas y reducidas a una ceniza que se impone como signo penitencial: Cambiemos nuestro vestido por la ceniza y el
cilicio; ayunemos y lloremos delante del Señor, porque nuestro Dios es
compasivo y misericordioso para perdonar nuestros pecados. (cf. Joel 2,13).
Cambiar
para bien, de eso de trata en cuaresma. Realmente siempre, porque nuestra
conversión nunca será perfecta ni definitiva, pues la herida del pecado nos
aflige, hasta esa otra palma que anhelamos, a la que aspiramos, a la que
estamos llamados: la palma del Cielo. Siguen las mismas rúbricas: el sacerdote impone la ceniza a todos los
presentes que se acercan hasta él; a cada uno le dice: Convertíos y creed en el
Evangelio (cf. Mc 1,15). O bien: Acuérdate de que eres polvo y al polvo
volverás (cf. Gén 3,19).
La
palma y la ceniza vendrían a ser dos estados de la misma materia, la pequeñez y
la grandeza del alma humana, criatura surgida del amor de Dios convocada a
volver a su mismo origen al cabo de la travesía terrenal. La cuaresma, el
sacramento de los cuarenta días, es imagen de ese camino personal que ha de
contemplar el retiro de Jesús en el desierto como ejemplo y modelo con el que
combatir la tentación del Mal: no nos
dejes caer… De Ramos a Pascua, las vísperas que todavía no han nacido pero
ya aguardamos los cofrades con el nivel de cuaresminemia
por las nubes, tenemos un estímulo también para el examen de conciencia. Más
allá del que cada uno hagamos, al final del día, antes de cada confesión o en
cuanto nuestra conciencia demande ser examinada, en las cofradías es hora de
evaluar lo que sucede de Pascua a Ramos, o de Pascua a Ceniza, nuestro
particular «Año Nuevo».
Al
retirar las palmas de balcones y ventanales, cual doce uvas, atravesamos un
hito temporal y cambiamos el vestido, recordando y reconociendo que nuestra
desnudez nunca es invisible a los ojos compasivos y misericordiosos de Dios.
Aceptar la ceniza, la palma quemada, la gloria efímera, renueva nuestro
propósito de aspirar a la palma perenne, a la gloria eterna. Aunque en cada
cuaresma nos prepararemos, de forma más inmediata, para «resucitar» en la noche
santa de la Pascua, verdaderamente se nos está entregando, en forma de palma y
ceniza, de ceniza y palma, el recordatorio de que al fondo de nuestra vida,
quizá mañana, nos espera un paso, nuestra pascua, que hemos de sacar por una
puerta aún más pequeña que la de la Vera Cruz, rozándolo lo menos posible.
Acordarnos de que somos polvo y de que volveremos a ser polvo nos alerta sobre
la finitud de esta vida. Cuando salvemos su dintel, convertidos, ya será la
vida que no acaba, la verdad del Evangelio en el que creemos.
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