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Grabado de Auguste Francois Garnier, 1844 |
31-03-2025
Se quedó D. Manuel rumiando la conversación con Adrián que surgió a causa del altar de cultos de la hermandad y se fue a casa más pensativo de lo normal. Todo tiene, iba pensando, su vuelta de tuerca, todo tiene raíces más hondas.
Los pensamientos le venían a borbotones y le espantaban el sueño. Así que determinó ir a sentarse a escribir el artículo para la revista de la hermandad que le habían solicitado, como cada año a las puertas de la cuaresma, y que aún tenía pendiente.
Y así, sacó las 'fichas de apuntes de ideas' que iba registrando en una carpetita y tras ir repasándolas se detuvo en una que tenía como título la gula espiritual. Tras leerla y meditarla, encendió su íntimo cigarrillo de la noche y se puso a escribir:
«Quién no ha oído o quizá hasta dicho aquello de que «voy a misa porque me hace sentir bien», «porque me da paz» o, en términos de religiosidad popular, «voy a la procesión porque me emociona», «porque me siento contenido», «porque me hace bien» y así un largo etcétera. Es decir, la piedad y los actos de piedad —y esto desde la Santa Misa hasta el último besapiés— supeditada y supeditados a los consuelos y deleites que el ejercicio de la piedad produce en sí mismo. Lo importante es el yo y lo que me aporte. No Dios y lo que a él le debo en virtud de la piedad. El famoso giro copernicano antropocéntrico del mundo moderno llega hasta aquí, cómo no, hasta la cocina de la liturgia. ¡Lo teocéntrico es tan medieval...! Como la misa esa en latín y de espaldas. ¡Qué horror! Y la «Iglesia, además, debe reconciliarse con el mundo moderno», aunque muy en contra del beato Pío IX (y de cualquier inteligencia sensata, pues el mundo moderno ha surgido matando a Dios, a la Tradición y al padre hacia un progreso evolutivo antropológico sin límites). De ahí se entiende, por pura derivación lógica, que la misa, en su nuevo formato dentro de este giro copernicano, se entiende que es para la gente y no para Dios. Lo importante, ahora, es que la gente lo entienda liturgia y se sienta a gusto en ella, a costa de lo que sea. No es tan importante, por el contrario, que el fiel entre en adoración, contemplación y transformación que es a lo que la tediosa repetición del clásico rito mistérico, teocéntrico y blindado nos aboca. Que todo se entienda, que todo sea ameno y que todo cree buenas vibras...
En fin, es cierto que los actos de piedad tienen su aquel de deleite espiritual o psíquico, como mejor se diría hoy. Caro cardo salutis (la carne es la bisagra de la salvación). Vamos, que la piedad tiene su morbillo espiritual, para que nos entendamos. Por tanto, nada que objetar a la emoción espiritual. Pero la cuestión es quedarse solo ahí. Esto es, llegar a la puerta para no entrar.
El asunto o el tema es que cuando todo ejercicio de presunta piedad gira en torno al hombre y no a Dios, a la emoción y no a la razón, a lo íntimo y no a la voluntad, pues todo se convierte en un deleite o delirio. Y así vemos —déjenme que me sonría sin acritud, pues «toda afectación es mala, Sancho»— las misas (bodas, bautizos y comuniones) modernas, dinámicas y divertidas. «La novedad siempre place». Lo importante es que la gente lo entienda y se vaya contenta. No me atrevo a decir que se divierta, eso sólo para la misa de niños. Algo, sin embargo, —y saco una lanza para defenderlos— que llevan a cabo estos santos pastores porque, si somos sinceros, estas ideas de modo insidioso ya están aconsejadas y permitidas en las mismas normas (rúbricas) litúrgicas «por razones pastorales». Como digo, lo fundamental es que la gente se vaya satisfecha: «que pasen buen domingo», «que sean felices», «buenos días, hermanos, bienvenidos a esta celebración», «felicitemos a fulano o mengana que es su cumpleaños», lara riroriro ri, lara riroriro riro rá. Todo lo que haga falta para que la misa (banquete del Señor) y la celebración de los sacramentos sean coloquiales, horizontales, amenos, inteligibles, participativos, pastorales, emotivos y simpáticos. Lo que no entiendo, sin embargo, es que estos mismos santos hombres tengan normalmente luego la vara de medir tan distinta para la emotividad de la religiosidad popular, que es, por cierto, mucho más seria, con más empaque y, además, menos peligrosa. Algo seguramente me he perdido.
La emotividad espiritual también la encontramos en el fin y como objetivo de las procesiones y todas las prácticas de la religiosidad popular —pues en esto tanto monta como monta tanto la misa que el desenclavo—. De ahí el hecho de que tantos ateos, agnósticos o alejados sean a la vez 'tontos del capirote', con perdón, o se sientan tan a gusto en una boda de un cura superstar. «Ay, padre, ¡qué moderna has hecho la celebración! ¡Contigo, tío, iría más veces a misa!» Y a los curas, ante esta promesa y halago se nos cae el calzón, con perdón. Por tanto, ¿quién va a estar en contra, insisto, de los consuelos espirituales si, además, Dios los regala? ¡Líbreme el Señor!
Perdónenme que ponga tanto el acento en las misas o 'cenas eucarísticas', 'banquetes del Señor' o 'fiestas con Jesús' (que así también se dice y hasta se canta) y en las bodas, bautizos y comuniones, porque la crítica contra los emotivismos de las hermandades y piedad popular (procesiones, ropajes, altares, boatos) ya se repite más que el ajo entre la clerigalla. A lo que el diablo, ahora, me hace preguntarme: ¿no será que la modernidad clerical ha entrado en competencia o siente competitividad con la piedad popular por este motivo de emotividad? ¿A ver quién emociona más o mejor? Sucede que la piedad popular en esto gana por goleada. En fin, qué malo es el diablo, qué cosas sugiere. Porque a las misas y a las celebraciones de los sacramentos no se les critica tanto, porque lo hacen los curas (y los obispos), claro está, y con «la Iglesia hemos topado», además todas estas novedades responden, se pongan los liturgistas como se pongan, al nuevo espíritu y al nuevo ordo, pero a la piedad popular es más fácil vapulearla, aunque la cuestión de fondo, he aquí el quid, sea la misma: si la piedad (desde la sacramental a la popular) debe girar sobre las consolaciones físicas y espirituales que reporta en sí misma (una cena fraternal) o debe abrirnos al deber para con Dios, al misterio, a la adoración, a la obediencia, a la expiación, esto es, al crecimiento en santidad. Pero para que ocurra esto segundo en la criticada piedad popular hay que retomar (dicho diplomáticamente) muchos puntos (por no decir alto con bajo) 'sacralizados' bugninianamente por las letras rojas en lo principal para que derive a lo popular. Dicho en román paladino, aunque a riesgo de que se me entienda, primero habrá que arreglar la liturgia y su espíritu y luego las procesiones. No al revés, no al revés.
Estas ironías, que algunos pueden tildar de exageradas e incluso, entre estrechos mentales, como irreverentes, pero que las digo llenas de humor y de amor —¡sonriámonos, por favor!—, nos llevan a reflexionar sobre el mismo punto: la gula espiritual. Un término o concepto acuñado por R. P. Char Ripperger que viene a hacernos recapacitar sobre si los actos de piedad (desde los más elevados a los más populares) no están siendo supeditados a procurar la consolación y el deleite espiritual (gula), cerrados en sí mismos y en la necesidad espiritual o psíquica del yo, y no llevan, por tanto, a la religión, esto es, a la latría (adoración a Dios) que Dios se merece en sí mismo y a la vida virtuosa, esto es, a crecer en santidad.
El quid está en si los ejercicios de piedad (desde la misa a la procesión) son exclusivamente para llenar el hambre de necesidad espiritual («me hace bien») o para abrir a la criatura a la adoración, a la obediencia y a la religación. Y esto está muy velado —se pongan como se pongan quienes se pongan— en la nueva liturgia, tanto en su espíritu (calculadas ambigüedades teológicas ecumenicistas) como en su ejecución (aún sin caer en abusos). Y de esto no me apea nadie de la borrica, sobre todo desde que ha declarado el Prefecto actual del Culto Divino que no se puede volver atrás en la liturgia, porque la nueva liturgia —algo que no está declarado en el Concilio ni nos habían contado— conlleva unos cambios teológicos (sic). ¡Y yo que me había creído que el Concilio Vaticano II era sólo pastoral y que no había tocado en nada lo doctrinal...!
En fin, está claro que la presunta gula espiritual en la piedad popular es bien criticada, aunque esta piedad del pueblo siempre se permitió justamente para dar cauce al sentimiento religioso, pues lo importante estaba asegurado en la sagrada liturgia. Pero la cuestión es que la crítica debe empezar por lo principal que adolece, según mi humilde criterio, de este mismo emotivismo zénico que insidiosamente está ya preprogramado al supeditar la liturgia a la pedagogía y al ecumenismo.
Sed interim gaudeamus, esto es, mientras disfrutemos de experiencias religiosas con anclas, bailes, guitarras, moniciones, ofrendas y ofrenditas y también, para los otros, con pasos por doquier andaluces o castellanos, que estamos en jubileo. Así, pues, deglutamos y engullamos, sin hartura, experiencias religiosas, porque los pies siempre siguen a las cabezas, ¿no?
Al día, siguiente, estaba el cascarrabias de D. Manuel releyendo y corrigiendo su manuscrito, cuando llegó a la sacristía Adrián.
—¿En qué anda, padre?
—Toma, Adrián, que tú entiendes mis garabatos. Lo escribí anoche después de irte. ¿A ver que opinas o qué te sugiere? Es un tanto farragoso, pues tanto quiero decir en tan poco y además quiero salvar la ropa. Toma a ver.
Cuando terminó de leerlo, el joven Adrián, miró al padre con intención de hablar. Pero D. Manuel, como cansado y derrotado interiormente, lo paró, serio y pensativo, con un gesto con la mano y aseveró:
—Sabes, hijo, incluso todo lo ahí dicho no sé si no son solo consecuencias, porque la causa es incluso más honda. La cosa tiene raigambre profunda. En fin, voy a optar por callar, Adrián, no sea que confundamos más al pueblo ya confundido. «Doctores tiene la santa Madre Iglesia que les sabrán responder», decía el catecismo y mi doctorado es solo académico, no jerárquico. El rodillo del mundo y de la oficialidad eclesiástica aplastan. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles... en vano se cansan los albañiles...». No sé, te confieso, hijo, si es bueno, útil y santo gritar en el desierto y más en modo de crítica irónica, mordaz y enmarañada. No sé, no sé. «Cuando fallan los cimientos, ¿qué puede hacer el hombre justo?». Y encima, hijo, yo de justo lo justo. Me confío a la promesa del Señor, la única esperanza de antes y de después del jubileo: «cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán» y «el poder del infierno no la derrotará (a la Iglesia católica)».
Además —prosiguió con voz apesadumbrada—, como dicen las películas gringas, «todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra». Callemos, hijo, que «en boca cerrada no entran moscas». Cerremos esta sacristía también, que «pinta en bastos».
The End
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