martes, 18 de marzo de 2025

Ver más allá de lo visible

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 Pablo de Paz Martín

Foto; José Javier Pérez
18-03-2025

Las procesiones de Semana Santa, muestra penitencial de la fe en la calle durante los días más señalados del año litúrgico para el cristianismo, es algo a lo que siempre le he tenido un gran cariño. Cuando era niño recortaba las imágenes de la revista Christus y, con ayuda de fichas Lego, procesionaban por mi salón desde los diversos templos, que podrían ser un hueco entre los muebles o los bajos de una silla.

Eso tan especial que tiene la Semana Santa me cautivo. Los sonidos, cuando no el silencio, el caminar de los pasos, las obleas que salían de esa ruleta roja del barquillero, el olor del incienso. La Semana Santa tiene eso que cautiva. Es el ambiente luctuoso del Viernes Santo en el que el silencio establece su tiranía cuando sale a nuestras calles Nuestra Señora de la Soledad y el Santísimo Cristo de la Liberación, la alegría de Jesús amigo de los Niños en una mañana dorada y ese momento mágico en el que a la Virgen de la Alegría se le cae el manto negro. La vileza de Bocarratonera y Culocolorao, la mano apuntando al cielo de Jesús ante Pilatos y esas palomas volando por la Plaza de Anaya la noche del Jueves Santo. Son esas imágenes de Cristo que transmiten dolor al punto de dar miedo al niño que era yo, como Jesús Flagelado o el Cristo de la Agonía Redentora. Aún recuerdo nítidamente el instante en que Jesús Nazareno pareció cobrar vida y mirarme directamente a los ojos en la calle Juan de la Fuente.

Podríamos pensar que eso de la Biblia en piedra en este caso en madera con lo que siempre se ha justificado, siempre es difícil de justificar, la presencia de imágenes en nuestra religión es algo ya desfasado, porque el analfabetismo es un fenómeno del pasado. Pero no nos equivoquemos, el arte siempre moverá conciencias, exaltara nuestras emociones y te hará creer en esa peculiar locura que es que Dios se haga hombre y decida pasar por todas las penurias de los hombres muriendo en la cruz, haciendo caso omiso al griterío que le pedía cordura y librarse de su castigo elegido.

Pero que las palabras no nos impidan ver la realidad de los hechos. Las procesiones hoy se han infectado del virus de la idolatría, si es que no lo tuvieron siempre dentro. Las devociones exacerbadas por las imágenes hacen que incluso yo, que me han fascinado las procesiones desde que no podía ni andar, me pregunté si todo esto tiene realmente sentido. Cabe preguntarnos si esa diferencia entre adoración y veneración se ha perdido en un mar de confusión en las imágenes de Semana Santa. ¿No se debería decir, desde la Iglesia, hasta aquí hemos llegado con ciertas costumbres? ¿No sería prudente delimitar en qué casos las imágenes cumplen su función y en cuales no son más que trozos de madera elevados a fetiche?

Un nacimiento navideño es una representación cariñosa y es casi imposible que nos haga caer en la idolatría. Por el contrario, otras tradiciones, como la romería del Rocío, en la que se arriesga la integridad física de los niños para tocar un trozo de tela, se saltan verjas y se crean marabuntas de personas, ha caído de lleno, en ese peligro enorme para la fe que es la idolatría, de confundir lo terrenal con lo divino, de un materialismo casi hedonista y sin pretensión de elevación espiritual, que infunde en simples objetos poderes que solo corresponden a Dios. Poner límites, establecer que ciertas manifestaciones populares se han independizado de Cristo, tal vez sea una decisión necesaria que se rehúye tomar por miedo a la contestación que haría a una Iglesia ya en crisis, aún más impopular. Pero en tal caso no debería temblar el pulso, «tenemos que defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser doce», como dijo san Juan Pablo II.

Pero si no hay cambios tan repentinos como inesperados, todo sigue igual y las procesiones en general, y concretamente las de Semana Santa, siguen con su rutina. Si se toma esa vía, mucho más estrecha y empinada, debe ser con una obligación, ejercer nuestro deber como cristianos y evangelizar, utilizar ese enorme atractivo, esa magia que tiene el arte, para acercar a la religión, sin agresividad, a quien caiga en esos vicios comunes, sin renunciar nunca a erradicarlos. Poniendo límites a esa búsqueda de la estética, por no decir del show cuando nos aleja de Dios, pero sin renunciar al poder de la estética para acercar a los fieles a Dios. Exaltar las emociones y hacer comprender esa locura que es la cruz, que Dios se hizo hombre y decidió pasar penurias cual insignificante hombre.

Cautivando almas por los sentidos, podemos poner nuestro granito de arena en la evangelización. Pero eso implica una labor activa de las hermandades para que no se quede solo ahí, una pedagogía tan intensa como espiritual, que no sea ni aburrida ni una obligación para cumplir expediente, y así podernos dedicar a pasearnos por la ciudad sin que la Iglesia nos recrimine nuestra idolatría. Volver a impresionar a esos niños que crean haber visto realmente a Cristo tras la mirada de Jesús Nazareno, y a través del evangelio, acercarlos no solo a ponerse un hábito morado, blanco o negro, acercarlos a las iglesias, a los confesionarios, a la palabra… En definitiva, a ver más allá de la madera, a elevarnos más allá de los objetos, a la fe.

 

1 comments:

  1. En definitiva, que el bosque no te quite poder ver el árbol. Muy acertadas tus palabras. Esperemos que en estos tiempos de superficialidad absoluta siga habiendo niños con esas miradas al ver las procesiones cogidos de la mano de sus padres.

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