«No
temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán»
¡Feliz
Pascua hermanos! No puedo empezar de otra manera. El que murió por nosotros ha
resucitado y sale a nuestro encuentro para disipar todos los temores. La muerte
ha sido vencida por la Cruz.
¡Aleluya,
ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya!
Resulta
paradójico que, celebrando los cofrades la pasión, muerte y resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo y sabiendo que, sin esta última, nada tiene sentido,
nos empeñemos en quedarnos en la cruz y el sepulcro del Viernes Santo, sin
pasar a la alegría de la mañana del primer día de la semana.
El
Señor se aparece a las mujeres y a los apóstoles, y les manda a comunicar la
buena noticia a los hermanos, que vayan a Galilea, donde lo verán.
Y
tengo la sensación, que no debe ser solo cosa mía, que a Galilea no vamos a ir,
y tampoco al sepulcro en la mañana del domingo. Me temo que las mujeres, al
volver del sepulcro, tampoco encontraron demasiados cofrades. Unos estaban
recogiendo y limpiando enseres, otros llorando de emoción por lo vivido,
algunos todavía llorando por la lluvia caída que impidió el desfile
procesional, los más «frikis» contando ya los días para la próxima Semana Santa.
Tenemos
una preciosa tarea, nosotros que hemos vivido intensamente la cuaresma y los
días santos, y que hemos presentado a la ciudad la pasión de Cristo, que hemos
despertado al menos curiosidad, hemos emocionado, conmovido e incluso
interpelado con nuestros desfiles procesionales, debemos anunciar al mundo que
ese que sufrió y murió por nosotros ha resucitado para darnos la vida eterna.
Este
precioso mensaje, del que tenemos que ser portavoces en primera persona, del
que somos responsables como «cristianos comprometidos», que lo somos por ser
cofrades, pasa por resucitar primero nosotros. Él ya lo ha hecho. Es nuestra
manera de evangelizar, decimos, pero «lo nuestro» ¿evangeliza o se queda en las
meras formas externas?
En
nuestra mano, en nuestro testimonio y en nuestros actos está el hacerlo
posible, de otro modo tendremos un cascarón precioso, pero vacío por dentro.
Aunque
suene extraño al oído cofrade, nada terminó ayer, más bien, todo empieza.
¡Resucitó,
aleluya! ¡Resucita tú también!
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