miércoles, 23 de abril de 2025

El dolor de la soledad

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Ramiro Merino

Cristo Yacente de la Misericordia | Fotografía: Pablo de la Peña


23-04-2025 

  

En la hora del tiempo sin retorno

el hombre solo

                       solo el hombre

el hijo del hombre llora en la noche

                                                     siente

que muere de tristeza.

 

Camino de imperfección

(Getsemaní)

 

De todas las versiones cinematográficas que he visto sobre la Pasión de Cristo, sin duda la de Mel Gibson es la que más me ha conmovido, sin desmerecer otras cuyos logros artísticos son innegables. La extrema crudeza con que nos muestra las últimas horas de Jesús, hasta exhalar el último aliento en la cruz, se acerca al morbo en opinión de no pocos; en la mía, constituye un sentido homenaje desde el dolor y la empatía hacia el Cristo que nos amó hasta el extremo, cumpliendo en su vida lo que sus palabras anticiparon: no hay amor más grande que aquel que da la vida por su amigo. Y cada vez que vuelvo a ver esta película no dejo de pensar cómo es posible soportar un dolor tan extremo, una agonía tan prolongada. La respuesta, intuyo, solo se puede acariciar desde el amor de un Dios que descoloca y trastoca los planteamientos humanos. Ese dolor ha sido objeto de las más sublimes creaciones, en el arte y en el pensamiento, en todas las vertientes (plástica, literaria, filosófica, etc.), y continuará siéndolo a lo largo de la Historia, suscitando interpretaciones, sentimientos y acontecimientos de todo tipo.

Ahora bien, me he preguntado muchas veces si fue el terrible dolor físico, desde el prendimiento hasta la muerte en la cruz, lo que más sufrimiento le infligió a Jesús. Y algo me dice que no, que hubo un padecimiento mucho más intenso y brutal: la soledad. Incluso para el Hijo de Dios, que asume nuestra condición, que conoce perfectamente cuál es su misión y su destino, tuvo que resultar aterrador experimentar la intemperie del abandono más desolador.

Quien hace muy pocas horas entraba en Jerusalén entre vivas y aclamaciones, el salvador de las multitudes, el maestro que conmovía a la gente como nadie, que cautivaba con sus palabras, sus hechos y su mirada, que acababa de celebrar una larga y un tanto extraña cena con sus amigos del alma, evocando los comienzos de su amistad, la superación de tantas dudas, temores y problemas, ahora, mientras se encamina hacia el olivar de Getsemaní ofrece un semblante que sus discípulos no alcanzan a descifrar.

Y la sensación se intensifica poco después cuando Jesús les pide encarecidamente que permanezcan velando junto a él, porque siente «una tristeza mortal». Y, aunque mantienen una distancia prudencial, perciben en su rostro y en las palabras que llegan entrecortadas, la angustia y la desolación, la agónica lucha que mantiene consigo mismo, con sus miedos, con el tormento de la humanidad que le desgarra. Aun así, sus más fieles amigos, sus incondicionales, se dejan invadir por el sopor y la modorra, llegan a perder la noción de la realidad hasta que los guardias del Sanedrín irrumpen violentamente. Y todo se precipita inexorablemente, después de que Jesús ha concluido su oración en Getsemaní de igual modo que la jovencísima María, cuando el ángel conmocionó para siempre su existencia: «Hágase tu voluntad». A partir de este momento, el peor de los sufrimientos: la soledad más absoluta, Negado por aquel que aseguró seguirle hasta la muerte, despreciado por quienes le aclamaban como un líder indiscutible, insultado por los que nunca ocultaron su odio, arrojado al calvario por los que envidiaban su éxito, humillado por los poderosos y los malvados, marginado por los hipócritas, injuriado por los falsos seguidores de la Ley, maltratado o contemplado con morbo por los indiferentes y los ignorantes. Herido, golpeado, calumniado, hostigado. Pero, más que todo eso, solo y abandonado ante la mirada traspasada por el llanto desgarrador de dos mujeres y un joven Juan paralizado al que Jesús encomienda a su propia madre. Todos, salvo estos tres, han desaparecido o se han camuflado entre la multitud.

No cabe mayor sufrimiento ―ni mayor gesto de amor―.

 

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