martes, 15 de abril de 2025

El triunfo de la perseverancia

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Jesús A. Alonso Cuesta

15-04-2025


Quizás el hecho de que estemos ya en el tercer día de nuestra semana más esperada del año haya provocado que, por una vez y sin que sirva de precedente, deje el látigo a un lado y se lo ceda (al menos hasta el viernes) a «Culocolorao», profesional indiscutible en la materia.

Quizás el hecho de haber empezado a ver los primeros nazarenos, oído las primeras trompetas, olido las primeras nubes de incienso nacidas de argentos incensarios, saboreado las torrijas —confieso que las primeras cayeron ya hace unas semanas—, tocado los pasos de manera furtiva y, finalmente, haber sentido ese escalofrío que a veces provoca rocío en mis pupilas, me haya ablandado el carácter y hoy quiera escribir un artículo a un querido amigo.

En la pasada Cuaresma, una de las mejores agrupaciones musicales del país, La Pasión de Linares, cerraba su disco llamado La Pasión según La Pasión con una marcha conmovedora, que te atrapa, te zarandea y te duele. Les hablo de la marcha «A la memoria de un amigo» de Nicolás Barbero Rivas. Es una marcha que plasma sobre el pentagrama muchas de las palabras que se oyen en los homenajes póstumos, y me hizo reflexionar sobre que —al menos yo, cuando crea que es necesario— las palabras hay que decirlas en vida. Vaya aquí mi homenaje a mi amigo Sergio Salinero Quintanilla.

Desde un enfoque sociológico y antropológico, una de las principales virtudes que posee la Semana Santa —más allá de su dimensión litúrgica y estética— es su capacidad para convertirse en catalizadora de anhelos personales. Con perseverancia, esfuerzo y dedicación cualquier cofrade puede, al menos en teoría, consumar los ideales que anidan en su fuero interno. Y digo en teoría, porque hay sueños cuya realización parece vedada por la propia estructura jerárquica, tradicionalista y selectiva de muchas corporaciones. Sin embargo, Sergio ha demostrado que incluso los anhelos más arduos pueden tornarse en vivencias tangibles si se los persigue con determinación y fe.

Hace apenas unos días, mi amigo logró lo que muchos considerarían un hito cofrade: procesionar al amparo del recogimiento, con el farol de mano, tocado con cogulla de estameña, junto al Santísimo Cristo del Espíritu Santo, una imagen que no solo es devocionalmente venerada, sino que ostenta la singularidad de figurar entre las más antiguas tallas penitenciales que procesionan en nuestro país. En el seno de una hermandad que restringe escrupulosamente su nómina de hermanos de fila, y cuya lista de espera se prolonga durante lustros, ese gesto no fue una simple participación: fue la encarnación de un sueño largamente acariciado.

Y no quedará ahí. En breve, mi amigo se ceñirá el costal y se ajustará la faja para portar sobre su cerviz al Santísimo Cristo de las Tres Caídas del sevillano barrio de Triana. Trece años después de que comenzara, en el corazón palpitante de la calle Pureza, ese sueño —nacido de una mirada emocionada y de una fe que no conoce geografías— cobrará cuerpo en el fervor de una chicotá. Se dice pronto, pero solo quien conoce los resortes internos de esa cuadrilla y el peso del compromiso sabe cuánto cuesta conquistar ese sitio bajo las trabajaderas trianeras.

No obstante, que nadie se equivoque. Sergio no vive solo de pasiones foráneas. La suya es una vocación transversal, que lo vincula con lo propio con la misma intensidad con que sueña con lo ajeno. Con permiso de su padre, no hay quien sienta con más devoción al Cristo del Perdón. Cuántas tardes interrumpidas para bajar a verlo, cuántos silencios reverentes durante los cultos, cuánto esmero depositado en cada montaje, en cada gesto que parece mínimo pero que encierra todo un mundo interior.

Y si algo lo define, más allá del fervor o la constancia, es su humildad. En un universo cofrade donde las apariencias y los egos a veces compiten con la esencia, Sergio ha sabido mantenerse ajeno a la vanidad. Durante años ha sufrido la ironía de quienes, quizás movidos por la inseguridad o la ignorancia, ridiculizaban su entusiasmo (los mismos que ahora que ha entrado en el «Olimpo cofrade» corren a darle la enhorabuena). Pero como en la vieja fábula de Esopo, él optó por replegarse en su caparazón, aferrarse a sus convicciones y seguir caminando. No con prisa, pero sin pausa. Con paso firme y alma libre.

Su compromiso se proyecta también sobre otros ámbitos de la religiosidad popular. Alumbrar a su Virgen del Rosario, cargar con el Cristo de los Milagros y no faltar a ninguna de las romerías que jalonan el calendario letífico de la provincia son testimonios de una espiritualidad viva, encarnada en lo concreto, sin estridencias pero con hondura.

Qué distinta sería la Semana Santa de Salamanca si todos canalizáramos nuestras energías hacia el cumplimiento de nuestros sueños, en lugar de dilapidarlas construyendo pesadillas ajenas. Qué hermoso sería si el entusiasmo genuino dejara de ser objeto de burla y se convirtiera en referente.

Gracias, Sergio, por enseñarme una forma de vivir —la vida en general y la Semana Santa en particular— tan limpia, tan noble, tan luminosa.

Porque, como cantaba La Cabra Mecánica: «Te quedas a mi lado y el mundo me parece más amable, más humano, menos raro».



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