Esta noche sale el Santísimo
Cristo de la Agonía Redentora y las crónicas están todavía por escribir.
Escribirán que sale el Cristo de las Isabeles, el de los poetas, el de quizás
Balmaseda o sus discípulos, el decano de los crucificados que procesionan en
Salamanca, el de la noche del 30 de marzo de 1836, el Pelos, el cinco
veces centenario, el restaurado magistralmente por Uffizzi, el bautizado por
Rafael Sánchez Pascual, el de Tostado, el del crucero donde tanto lo miró
Mercedes Marcos, el que inaugura el Jueves Santo, el del monte de claveles que
serán cruz de resurrección, el de la melena que crece (ja), el de Llorando a
mares por él, el de los carteles de Óscar y de Manuel, el de la promesa de silencio
en la Puerta de Ramos, el de las andas de Agustín Cruz, el del pregón de Javi,
el de su sección musical, el del martillo de Ramón y la ayuda de Felipe, el de
los desvelos de Roberto, de Julián, de Sara…, el de sus cuarenta y ocho
hermanos de carga y de todos los demás.
Y siendo esto verdad,
lo más cierto es que sale nuestro Cristo, el Santo Cristo de las casualidades
que nos ha ido eligiendo para reunirnos en torno a él a lo largo de varias
décadas. Bálsamo y herida, como resumió Víctor Herrero el Domingo de
Pasión. Nuestro cómplice, que escribiera Andrés Alén en el relato
semanasantero donde ficciona sobre el milagro de la recuperación inesperada de este
crucificado, olvidado durante décadas y al que ya nunca más ‒debemos convencernos,
nunca más‒ volveremos a abandonar.
La procesión es un
rito anual cargado de simbolismo, en lo colectivo y en lo individual. Cada cual
acude con su cruz a cuestas, nuevas y recurrentes: preocupaciones diarias,
anhelos e ilusiones, aciertos y errores, quehaceres, retos y miedos. Muchos de
ellos tal vez solo compartidos en oración precisamente con el Cristo. La suma
crea el grupo, que se reencuentra una vez más para hacer posible una creación
efímera: el desfile que verán vecinos y turistas por un puñado de calles
antiguas durante algo más de tres horas.
Y así a lo largo
del tiempo. Lo pensaba hace unos días durante el traslado de las andas del
Arrabal a la Catedral, y de nuevo ayer en la tarde, mientras sobraban manos
para adornar los pasos. Caras nuevas y viejos conocidos de diez, quince,
veinte, treinta y hasta cuarenta años los más veteranos. Vidas vividas en la
presencia constante de la hermandad, donde los niños de entonces son ya padres
que cargan al Cristo e incluso dirigen la cofradía; donde los padres son ahora
orgullosos abuelos de los debutantes. Una familia ‒con todo lo que eso conlleva‒
construida con afecto en torno a la presencia de este Santo Cristo, al que cada
uno de nosotros llegó por un camino, con frecuencia casual.
En este rito anual
se encierra buena parte del valor de la Semana Santa, que le da sentido más allá
de fe y espectáculo, que explica por qué esta noche volveremos. Aunque lo más
seguro es que de eso no hablen las crónicas. Que comience de nuevo la procesión.
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