En la noche
del Sábado de Pasión, los cofrades franciscanos se unen en oración en el
interior de la iglesia de San Martín. En el exterior, la lluvia cae suave y
serena acompañando las oraciones de los devotos hermanos del Santísimo Cristo
de la Humildad. Cada gota es un canto que quiere acompañar a la Schola
Gregoriana Gaudete de Zamora, que en los últimos años ha tenido a bien
participar con esta hermandad, hecho que se va convirtiendo en tradición.
En la quietud de la noche, dos tambores laten con devoción,
marcando el ritmo sagrado que acompaña al Cristo sobre la cruz. Sus golpes,
profundos y constantes, parecen mecer la figura sagrada, como si la melodía
invisible de la fe lo arrullara en su descanso eterno. La música de los
tambores marca cada pisada y guía cada paso solemne con un susurro que resuena
en el alma y entona una balada silenciosa que solo los corazones abiertos a la
fe pueden escuchar.
Los hermanos, en su fervor, se congregan en silencio reverente,
dejando que esa melodía interna los envuelva. Sus voces calladas y sus rezos
susurrados se funden con el eco de los tambores, formando una sinfonía
espiritual que arrulla la cruz y la eleva hacia el cielo. En ese acto de
entrega, la cruz se convierte en un puente entre lo terrenal y lo divino, un
símbolo de esperanza y sacrificio que recibe el arrullo de la fe.
El eco silencioso de esa oración interior se recoge en los
corazones de los cofrades, quienes, con cada latido, con cada paso, dejan que
sus plegarias vuelen libres hacia las alturas celestiales. Sus oraciones, como
aves en vuelo, buscan la luz divina, alumbradas por las antorchas que iluminan
la noche y por la luna, cómplice silenciosa de sus rezos. La luna, con su luz
suave y constante, acompaña y refleja la pureza de sus intenciones, iluminando
sus plegarias y guiando sus almas en esa noche sagrada.
Así, en la unión de tambores, corazones y oraciones, se teje una
balada eterna, una melodía de fe que trasciende el tiempo y el espacio,
elevando a todos hacia la presencia del divino, en un acto de amor y devoción
que perdura en la memoria del alma.
En el corazón de la ciudad, en el majestuoso
Patio Chico, una multitud de fieles se congrega en silencio reverente, rodeados
por la grandeza de la catedral que se alza imponente. La noche, aún fresca, se
llena del aroma de incienso y de la expectación que emana de cada alma
entregada.
Allí, en ese espacio sagrado, resuenan los cantos
gregorianos, una plegaria antigua y poderosa que brota de los corazones en
unión. La coral, con voces llenas de fervor, entona en latín las palabras que
claman por misericordia, por perdón y por la redención de la humanidad. Sus
notas, profundas y conmovedoras, parecen elevarse hacia el cielo, tocando las
nubes y atravesando el firmamento.
Los fieles, de pie y en silencio, se unen en
admiración y devoción a la Santa Cruz, símbolo supremo del sacrificio y la
esperanza. Sus ojos se humedecen, y sus corazones laten al unísono con cada
verso, con cada súplica que se eleva en esa danza espiritual. La voz de la
coral se funde con el susurro del viento y el eco de las campanas, creando una
atmósfera de recogimiento y amor divino.
Los cantos de la Schola Gregoriana en el
Patio Chico no es solo una melodía, sino una oración viva, un acto de fe que
trasciende el tiempo y el espacio. En ese momento sagrado, todos los presentes
sienten que la misericordia divina los envuelve, que la Santa Cruz los mira con
compasión y que sus plegarias son escuchadas en la eternidad.
Así, en la unión de voces, corazones y devoción,
se teje una balada eterna, un canto de amor y esperanza que fortalece la fe y
enaltece la presencia de lo divino en cada alma congregada.
Justo a la medianoche sagrada, las puertas del templo
de San Martín se ciernen en espiritual beso con los cofrades franciscanos
anhelando la llegada del próximo Sábado de Pasión.
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