miércoles, 30 de abril de 2025

Via Lucis

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P. Lino Herrero Prieto CMM


30-04-2025


En la mañana de la Pascua florida y gloriosa, el duro leño de la cruz se tornó blando y suave, cubriéndose todo él de flores. Y, a la par, las llagas del que en él estuvo clavado, se cubrieron de gloria resplandeciente. Las tinieblas, que cubrieron la tierra cuando expiró, se han disipado ahora al oír el primer respiro del que verdaderamente ha resucitado y vive ahora para siempre, habitando en la región de la Luz. Triunfante ha entrado en el cielo, dejando detrás de sí la puerta abierta, para que en él puedan entrar todos los pródigos, que ha rescatado a precio de su sangre. Por la llaga lateral de su costado salió la vida plena y eterna; y por la misma herida abierta se llega ahora al país de la luz plena y eterna.

Las invitaciones del Resucitado

La Resurrección de Jesucristo es un misterio de tal entidad en el edificio de nuestra fe, que eliminada aquélla, se derrumbaría por completo éste. (Cfr. 1Cor 15). La Resurrección de Cristo nos invita a la alegría. La tumba vacía es el alegre anuncio que nos impide seguir buscando entre los muertos al que vive. (Cfr. Lc 24,1-12). La Resurrección de Cristo nos invita a la esperanza. Los que somos miembros de su Cuerpo esperamos la gloria que ganó para nosotros nuestra Cabeza. (Cfr. 1Cor 15,21-24). La Resurrección de Cristo nos invita a la vida nueva. Estamos empeñados en ir muriendo al pecado, para ir resucitando a la vida de los hijos de Dios. (Cfr. Col 3,1-4). La Resurrección de Cristo nos invita a la misión. Los que vivimos a la luz de este misterio no podemos ocultar el gozo luminoso de esta experiencia. (Cfr. Act 4,1-12).

Los dones del Resucitado

Durante el tiempo de las apariciones, Jesucristo resucitado fue haciendo entrega a sus seguidores y discípulos de varios dones. Les entregó el don de la paz: valiosísimo don, porque le costó mucho a Cristo conseguirla. La blanca paz del Resucitado está teñida de rojo. Él fue quien la conquistó para nosotros. Tarea nuestra es conservarla, cultivarla y extenderla, para bien nuestro y de los demás. Les entregó el don del perdón: esperado don, gracias al cual brota la salud de las heridas del Resucitado y se van sanando las que va dejando en nuestras almas el pecado. A nosotros nos queda acoger con las manos abiertas este regalo, que nos viene por la mediación de la Iglesia. Les entregó el don de la luz: necesario don, por el que el Resucitado ilumina el entendimiento de los discípulos, para que pudieran entender todo por lo que tuvo que pasar su maestro. Si aceptamos esta luz, también se disiparían en nosotros las dudas y los aparentes sin sentidos.

La luz de la Resurrección

Los ritos litúrgicos de la vigilia pascual, considerada con razón como la madre de todas las santas vigilias, son ciertamente hermosos, como hermosos son el fuego, el agua, el aceite, el incienso, la noche, la cera... etc., elementos todos ellos que nos ofrece la naturaleza para la celebración de los ritos litúrgicos de la más hermosa de las celebraciones del año litúrgico. Pero entre todos esos elementos destaca la luz, porque, quizá, sea el símbolo que exprese con más fuerza el misterio de esa noche santa y de toda la cincuentena pascual: La resurrección de Cristo. La fuerza del símbolo luz se explica porque durante las fiestas de la Pascua Florida, este elemento natural se pone en relación directa con Jesucristo Resucitado. El que dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12), aparece ahora rebosante de una vida, que es a la vez, resplandeciente y gloriosa. En el Resucitado luz y vida se equiparan. Por ello sólo quien es confesado como Dios de Dios puede ser también reconocido como Luz de Luz.

 


Primera estación: Un sepulcro sin cadáver

¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado (Cfr. Lc 24,1-9)

Unas mujeres del grupo, amaneciendo el domingo, van al sepulcro para acabar de embalsamar el cuerpo de su llorado Maestro. Quedan perplejas por lo que ven: el sepulcro abierto, el cadáver desaparecido, una aparición de dos misteriosos varones. A ello se añade el desconcierto por lo que oyen: al que buscáis difunto, vive glorioso; no lo busquéis aquí.

Pero la perplejidad y el desconcierto no les deja paralizadas. Intuyen que se han cumplido las palabras de Jesús y regresan a la ciudad para comunicar a los once y a los demás del grupo lo que han visto y oído.

 

Segunda estación: La carrera hacia el sepulcro

Ambos corrían... Llegados al sepulcro, vieron y creyeron (Cfr. Jn 20,3-9)

Son ahora Pedro y Juan los que van, a la carrera, hacia el sepulcro, para comprobar el relato de las mujeres. La inquietante noticia puso alas a sus pies. Juan se adelanta, pero no entra hasta que llega Pedro. En el interior no ven al Señor; pero lo que ven les confirma lo que anhelaban: creen en la palabra del Señor, que les dijo resucitaría.

El susto recibido, el hecho presentido, la alegría contenida, tampoco les deja paralizados, sino que les empuja a volver a casa corriendo. Había que confirmar al grupo de los discípulos la verdad del relato de las mujeres.

 

Tercera estación: El llanto del amor

¿Por qué lloras, mujer?... Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto (Cfr. Jn 20,11-18)

Indicios, señales, pruebas...; pero a él no le ha visto nadie. No hay consuelo para María Magdalena. Dos varones misteriosos y un extraño jardinero le preguntan por su llanto; y la misma respuesta. Oye, en cambio, su nombre y le da un vuelco el corazón. Buscaba el cadáver de Jesús y se encuentra con un Jesús vivo, hortelano de rosas y jazmines.

María comprende que nadie es dueño exclusivo del Resucitado. Enviada al grupo por el mismo Jesús, les comunica que le ha visto y le ha encargado comunicarles que el Padre y Dios del Maestro, también lo es de sus seguidores.

 

Cuarta estación: En el camino de Emaús

¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria? (Cfr. Lc 24,13-27)

Todo ocurrió en la mañana de aquel domingo, en que se cubrieron de gloria las llagas del Crucificado. Ya, en horas de la tarde, dos discípulos se encaminan hacia Emaús. Un caminante desconocido se les une también en la conversación: han matado al más bueno de los hombres y con él han muerto nuestras esperanzas; aunque algunos dicen que vive...

El forastero les corta el relato y, mientras les habla de que era preciso que eso ocurriera, pues así lo había querido el Padre, notan que el hielo de la desesperanza empieza a derretirse, brotando ilusiones que creían marchitas.

 

Quinta estación: Al partir el pan

Contaron lo que les había pasado por el camino y cómo le reconocieron al partir el pan (Cfr. Lc 24,28-35)

Llegaron a la aldea. Con gesto hospitalario retienen con ellos al desconocido viandante, pues la noche se venía encima. Al caminar, las palabras del peregrino fueron poniendo ardor en sus corazones. Pero algo haría luego al tomar, bendecir y repartir el pan de la cena, que se les abrieron los ojos y reconocieron resucitado y vivo al Maestro querido.

Desaparece el Señor y entienden que comienza su misión: se levantan, vuelven a Jerusalén, cuentan a los once que han visto vivo a Cristo y éstos se lo confirman, diciéndoles que se ha aparecido también a Simón Pedro.

 

Sexta estación: La paz aleja el miedo

La paz sea con vosotros. ¿Por qué tenéis miedo? (Cfr. Lc 24,36-43)

Mientras en el seno del grupo se cuentan unos a otros las diferentes apariciones del Maestro, el mismo Cristo Resucitado se hace presente en medio de ellos, ofreciéndoles el don de la paz. Inexplicablemente tienen miedo. Pacificador de todas las inquietudes, Cristo les prueba, por las llagas en su cuerpo, que es el amigo de siempre y no un fantasma.          

Ahora es el gozo el que les deja paralizados. Aunque el cuerpo de su Señor resplandezca glorioso, una última prueba de condescendencia les convencerá que Cristo sigue siendo el mismo: come frente a ellos un trozo de pez asado.

 

Séptima estación: El perdón de los pecados

Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados (Cfr. Jn 20,21-23)

En la misma aparición del Señor Resucitado, junto al don de la paz, les hizo entrega del don del Espíritu Santo. Al soplar sobre ellos, les transmite su vida y su mismo Espíritu vivificador. Y con la fuerza de este Espíritu, Jesús confiere a los suyos el poder de perdonar, devolviendo así a la vida a todos los que yacen en la muerte del pecado.

Si el pecado es muerte y oscuridad, la presencia y la acogida del Viviente aporta al hombre pecador, junto con el perdón de sus pecados, la vida y la luz. Los seguidores de Cristo, excepto uno, fueron testigos de esta aparición.

 

Octava estación: Señor mío y Dios mío

Porque me has visto has creído. Dichosos los que sin ver creyeron (Cfr. Jn 20,24-29)

Faltaba Tomás cuando se apareció Jesús a los suyos al atardecer del mismo día de la resurrección. A los ocho días, volvió de nuevo el Resucitado a estar entre los suyos. Y esta vez estaba Tomás. Saluda a todos con la paz y busca a Tomás, para que pudiera hacer realidad su reto: «creeré si meto mi mano en su costado y mis dedos en sus llagas».

Alejados de la comunidad nos privaremos del Señor. Tomás no necesitó hacer tales comprobaciones, simplemente confesó: Señor mío y Dios mío. Y así arrancó de Jesús la bienaventuranza de los que creen, sin haber visto.

 

Novena estación: ¡Es el Señor!

Vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas (Cfr. Jn 21,1-14)

Los discípulos se vuelven a su Galilea natal y a su trabajo de siempre. El Maestro les persigue y les espera al volver del trabajo. La pesca nocturna ha sido un fracaso y el personaje de la playa les invita a volverlo a intentar. Éxito total en la faena: ¡Es el Señor! Donde está Jesús el agua deviene en vino, los panes se multiplican, las redes se rompen.

Les había pedido comida y, al llegar a la playa, todos son invitados a comer pez asado a la brasa. Sobra preguntar por su identidad. Ahora el Resucitado les acompaña, incluso en Galilea, donde todo había comenzado tres años antes.

 

Décima estación: La pregunta sobre el amor

¿Me amas?... Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo (Cfr. Jn 21,15-19)

El almuerzo en la playa terminó. Jesús y Pedro se quedan a solas. El tema del diálogo se resume en una pregunta, una respuesta y una tarea. Tres veces pregunta Jesús a Pedro por su amor; tres veces el bueno de Pedro le dice lo mucho que lo ama y tres veces encomienda Cristo a Pedro que se encargue de cuidar de su rebaño: ovejas y corderos.

Para trabajar duro por Cristo y su Reino, primero hay que amar mucho al Señor. Si el amor no es fuerte, la fidelidad en los trabajos de la misión será débil. Al discípulo le espera la suerte del Maestro. Y un imperativo: ¡Sígueme!

 

Undécima Estación: El mandato misionero

Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Cfr. Mc 16,15-18)

La triple respuesta de Pedro y la triple encomienda del Señor aseguran la unidad en el seno de la comunidad cristiana. Ahora llega la hora de la dispersión misionera: el ir y venir de los misioneros. La salvación tiene que superar las fronteras del país donde nació el Salvador. Toda criatura está llamada a vivir la vida nueva de los hijos de Dios.

Parten los misioneros en el nombre del Señor. Como la empresa es del mismo Señor, no han de temer. Contarán con el poder y la sabiduría suficientes para enfrentarse a todo aquello que haga oposición al Evangelio.

 

Duodécima estación: Comienza vuestra tarea

Dos varones con vestiduras blancas les dijeron: ¿Qué estáis mirando al cielo? (Cfr. Act 1,9-12)

En lo alto de un monte, Jesús da las últimas instrucciones a los suyos y les promete el envío de un Maestro interior. Luego vuelve al Padre como rey quien descendió como siervo. La experiencia del momento deja paralizados a los discípulos. Ángeles buenos les dicen que volverá de nuevo y que, mientras tanto, comienza la tarea encomendada.

La ascensión no significa parálisis o inactividad; es la señal de que comienza la tarea de los seguidores de Cristo, que marchó, volverá y, mientras tanto, sigue con ellos como compañero del camino y del quehacer misioneros.

 

Decimotercera estación: Con María en oración

Perseveraban unánimes en la oración con María, la Madre de Jesús (Cfr. Act 1,12-14)

Siguiendo las indicaciones del Señor, vuelven a la Ciudad Santa y se guardan en la sala superior de aquella casa, donde vivieron los misterios santos de la entrega. Juntos de nuevo, con María en medio de ellos, esperan esa otra gran entrega: la del Espíritu, que el Hijo enviará desde el Padre. Unidos a la Madre esperan de manera unánime y no dejando de orar.

La Madre que el Hijo nos dejó en herencia es garantía de cohesión en medio de los suyos. Un nuevo nacimiento se va a producir: el nuevo Pueblo de Dios. Y, al igual que el parto de Cristo, intervendrán el Espíritu y la Madre.

 

Decimocuarta estación: El día de Pentecostés

Lenguas de fuego se posaron sobre cada uno y quedaron todos llenos del Espíritu Santo (Cfr. Act 2,1-42)

A los cincuenta días de que el árbol de la cruz se viera cuajado de flores y las llagas del que en ella estuvo crucificado se cubrieran de gloria y luz, precedido de un viento impetuoso y de un fuego bienhechor, llegó sobre la comunidad de los discípulos el Espíritu Santo y quedaron todos llenos de él, obrando en ellos maravillas insospechadas.

El Espíritu se convierte en el alma de la vida y la misión de la Iglesia. Se abren los cerrojos, salen a las plazas, se desatan las lenguas, se liberan del miedo, se llenan de alegría y entienden el alcance de las enseñanzas de su Maestro.

 

Nota de la redacción: Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia ha insistido en potenciar las reflexiones sobre la resurrección de Cristo durante el tiempo de la Pascua. Para contribuir a ello, publicamos este Via Lucis escrito por el padre Lino Herrero, misionero de Mariannhill, que en estos días se ha rezado en la capilla Christus Lumen Gentium.


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