02-05-2025
Casi a las puertas del cierre de puertas, cum clave, con llave, cónclave, que se
abrirá una vez se cumpla con el encargo del potestas
clavium, el poder de las llaves que Cristo confía a Pedro y sus sucesores,
asistidos por el Espíritu Santo, pues sin él no pueden entenderse sus obras y
palabras.
El extra omnes
romano me sugiere un intra omnes
salmantino y cofrade, pues siempre el tiempo de Pascua, junto a otros debates
más apegados al análisis post-partido de lo procesional, es propicio para
reflexionar acerca de la presencia de las cofradías, hermandades y
congregaciones en el conjunto de la sociedad local, y particularmente en el
ámbito de la Iglesia diocesana.
Uno de los parámetros para evaluar esa presencia es la accesibilidad
que perciben, o finalmente encuentran, las personas interesadas en unirse a una
hermandad. La horquilla puede abarcar desde el grado de conocimiento de cómo
iniciar el proceso: un horario de atención, un lugar de acogida, alguien de
referencia…; hasta las etapas más o menos profundas o superficiales del mismo:
una conversación, un mero formulario,
una reunión…
La vocación de la Iglesia es católica, universal: «... a todos los pueblos, comenzando
por Jerusalén» (Lc 24,47); «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a
guardar todo lo que os he mandado…
estoy con vosotros todos los días…» (Mt 28,19-20). La de las cofradías
se integra, lógicamente, en la misión general de la Iglesia, pero adquiere los
matices particulares de un acento concreto, abierto a todos y encomendado a
algunos, quienes ejerciendo su libertad de asociación en la Iglesia asumen
derechos y deberes propios del cofrade.
Apuntarse a una cofradía no es cualquier cosa, no puede reducir
a un mero trámite administrativo; ni tampoco a un favor puntual, a una
experiencia en período de pruebas, o a una moda pasajera. No podemos negar que
algo de eso hay, pero más allá de las motivaciones diversas, que pueden
aceptarse como punto de partida para un posterior acompañamiento y anuncio,
cabe que las puertas de las cofradías sean atravesadas por miembros con un
grado de compromiso diferente, sin que esto dañe su unidad o su fundamento.
Siempre habrá cofrades más implicados, algunos desde siempre,
otros de forma duradera aunque situaciones familiares o laborales les hayan
alejado del día a día. Estos conservan el pulso de la hermandad durante el año,
sea más vívido o más tenue. Sin ellos, faltaría la continuidad, la pervivencia,
la existencia misma de la cofradía.
Los estacionales, que nunca faltan en la cuaresma, permiten
completar las tareas necesarias para las procesiones de Semana Santa, aseguran
los montajes de los pasos y dan cierto cuerpo a los cultos más próximos a los
días grandes. Sin ellos, las hermandades parecerían menos significativas, sus
actividades menores, su viabilidad difícil.
Los del día de la procesión, no pocos casi anónimos,
contribuyen a las cargas de las andas y engrosan las filas de cruces o cirios.
Son mayoría en el censo aunque no suelen votar. Son masa en algunas ciudades y
miguitas en otras, como la nuestra, pero sin ellos los desfiles no podrían
celebrarse y el testimonio de fe quedaría sin ser pronunciado en la plaza
pública.
Todos, según su carisma, tienen sitio en la hermandad.
Aspirar a que cada vez más hermanos conciban la cofradía como su comunidad de
referencia donde vivir la fe es un reto hermoso, no porque se trate de sacarlos
de la que tengan, sino porque muchos de los destinatarios no tienen ninguna.
Acoger en la hermandad y en la procesión a otros fieles, de parroquias o
movimientos, que se animen a dar testimonio de su seguimiento de Cristo en las
calles, también sería una preciosa tarea de comunión eclesial y misión
compartida. Recibir a personas inquietas, buscadoras, que se abren a la fe y se
plantean entrar por la puerta de una cofradía para salir camino de las huellas
de Jesús, un regalo pascual del Resucitado, al que el papa Francisco dedicó sus
últimas palabras: «Encomendémonos a él, porque solo él puede hacer nuevas todas las cosas» (cf. Ap 21,5).
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