Próximo está el culmen de este tiempo pascual con la venida
del Espíritu, que es el principio de vida sobrenatural en el alma.
Vuelve el Espíritu en este año litúrgico, la segunda
manifestación visible: el día del bautismo de nuestro Señor, mientras Jesús
estaba en oración, se abrió el cielo y bajó el Espíritu (Lc 3,21-22). Fue la
primera; el día de Pentecostés, mientras los discípulos estaban encerrados, con
miedo, en forma de lenguas de fuego, descendió sobre ellos (Hch 2,3). Será la
segunda. No es cuestión sin importancia ni menor ninguno de estos dos momentos,
pero será en Pentecostés cuando los apóstoles reciban toda la verdad, son
fortalecidos, son purificados. Y Pentecostés vuelve.
En los días Santos pasados, el Espíritu nos inundaba del
amor de Dios cuando el Despojado nos cubría con su sombra al paso de sus andas;
el Santísimo Cristo de la Luz sale del gran templo en cuya escena central del
retablo mayor contemplamos precisamente el momento de Pentecostés. No son las
únicas referencias que se pueden hacer a los días Santos sobre la presencia y
obra del Espíritu en nuestras calles salmantinas, pero son dos notorias. Cada
uno en su corazón, de seguro, tendrá alguna que le abra el corazón al
entendimiento, acuda a ella, y trate de dar razón de su fe, porque el Espíritu
infunde el don del entendimiento, y tarea nuestra ‒de cada cristiano‒ es dar razón de nuestra esperanza (1Pe 3,15).
Nuestra esperanza es
precisamente lo que vivimos cada fiesta, cada junta cofrade, cada silencio
orante, cada mirada de ese Crucificado que muere por nosotros, o de ese
Despojado que se sabe negado y que, aun así, nos tiene presentes. ¿No sientes
cómo te mira?, ¿no sientes cómo te empequeñece? Nuestra esperanza es su muerte,
y nuestra esperanza es su Resurrección, porque será la nuestra. La perplejidad
de Marta (Jn 11,17s) nosotros ya no la tenemos que vivir porque, al igual que
el autor del evangelio sabía que el Señor había resucitado, nosotros también lo
sabemos porque… ¿lo sabemos, verdad?
Hace años Martin Buber habló del «eclipse de Dios», y es
muy interesante la idea manifestada allí, igual que la de Amengual de la «presencia
elusiva», pero no nos perdamos y concretemos. Por mucho que sepamos, por mucho
que creamos, desde los inicios de la modernidad se ha ido extendiendo por
ciertos contextos el eclipse de Dios, y no es cuestión menor, porque alcanza a
nuestra sociedad, y ese eclipse no es inocuo, no se queda solo en Dios, sino
que comporta necesariamente eclipsar a la persona humana, dice bien el P.
Zarraute que «cuando el hombre expulsa a Dios de la realidad, se incapacita
para ver la imagen de Dios en el prójimo», y no es que sea una genialidad suya,
sino que es una evidencia tan grave, que es necesaria traerla al frente, no
vaya a ser que por pura obviedad se pase por alto. Nuestra es la tarea de
deseclipsar, porque si no, nos eclipsamos nosotros también. ¿Y cómo? Ya lo
decía más arriba, dando razón de nuestra esperanza.
Dice el santo de Ávila, el medio fraile a decir de Santa
Teresa ‒y qué medio fraile, válgame
Dios‒ en su Cántico Espiritual:
allí me enseño ciencia muy sabrosa;
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa:
allí le prometí de ser su Esposa.
Poético
en su lenguaje, sublime en su expresión, deleite en su musicalidad, pero denso
en su contenido, grave en su significado. Lo somos, su esposa; nos ha enseñado,
ciencia muy sabrosa; pero ¿esa ciencia y esa promesa se nos ha olvidado? El
mundo está necesitado, y nuestro Pentecostés está a las puertas.
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