Sé que voy algo repetido, como una mala morcilla, pero los
más acémilas, por más que nos digan que eso no nos lleva a ningún sitio,
necesitamos dar más de una vuelta a la noria para saber que el cangilón se ha
llenado. Nada entonces que no sea sino redundar en lo magníficamente expresado
por mi querido compañero de columnas –y de más cosas– Francisco Javier
Blázquez, aquí mismo hace menos de una semana. Pero no puedo por menos… o por
más, que uno no sabe ya ni por dónde andarse.
En la Semana Santa de Salamanca, por más que unos pocos
quieran otra cosa, todos los que intentamos vivirla como cofrades somos gentes
normales, con nuestras escasas virtudes y unas mucho más abundantes carencias,
suplidas inocentemente por lo que algunos llaman ilusión y muchos otros dicen
devoción. Quizá mal entendida, pero devoción al fin y al cabo. Una devoción
llana, sin dobleces ni misticismos más propios de estudiosos y entendidos en
las cosas de la Iglesia que de nosotros, simples mortales que alcanzamos poco
más allá de la blanca fe del carbonero extractada de quién sabe qué catecismo
preconciliar, que algunos curas ensotanados, de los de pitillo en la comisura
de los labios, nos mal metían entre cogotón y cogotón. Así, en la mayoría de
los casos –y lo digo avalado por una amplia experiencia como docente– son esos
malos maestros quienes no han sabido inculcar lo que debiera haber sido, por
más que se aplicasen a los manuales del oficio (u oficiales) para desasnar a
sus alumnos según sus criterios. Los de los maestros, quede claro.
Como digo, muchos de nosotros, la más amplia mayoría, nos
decimos devotos por tradición, y las honduras formales, no ya las teológicas
sino casi las básicas que se suponen debiera saber el buen cristiano, las
dejamos para quienes se dicen expertos en ello, los que van más allá en sus
necesidades espirituales y profundizan en el más avanzado conocimiento
espiritual y de cualquier otro tipo en el que se pueda meter la cuchara, que
nosotros bastante tenemos con sentirnos hermanos en lo que dura una procesión
y, los menos, con sacar adelante cofradías llenas de cofrades tan devotos como
nosotros.
Y, hete aquí, que de repente se nos exigen unos méritos
que, por más empeño que pongamos, nos resultan inalcanzables más allá de la
formalidad de unas horas entre pares cofrades, dormitando charlas anodinas y
con la mente puesta en lo que verdaderamente nos interesa (el día a día cofrade
que es quizá el tema que debiera ocuparnos), mientras se deja correr el tiempo
como si no tuviese valor, a la espera de cerrar el trámite y saberse acreditado.
Acreditado, pero tan igual de devotamente cofrade como unas horas antes de
comenzar las sesiones programadas. Y eso, cuando existe la oportunidad de pasar
el formalismo, pues, como ocurre con tanto de lo que se proyecta a bombo y
platillo en esta sociedad nuestra, la excitación de los primeros momentos se
deshincha como un globo de cumpleaños en cuanto nos hemos hecho la foto y la
novedad deja de ser novedosa. Eso sí, no sabremos ni cómo ni cuándo, pues el
diseño, si es que lo hay, es caóticamente aleatorio, pero se sigue exigiendo el
cumplimento de la norma como si la administración no supiera que depende de
ella el que se pueda cumplir el precepto.
Más allá y sin entrar en otro debate, ¿sirve esto para
algo? ¿Alguien en su fuero interno y con honestidad sincera cree que se ha
sabido aplicar el espíritu del artículo 52?
¿Y el 51? ¿Qué pasa con el 51? ¿Se nos mide a todos con la
misma vara en aquello de la vida cristiana coherente con el espíritu del
Evangelio en lo personal, familiar y social? Porque todos sabemos que somos
pecadores. Y muchos nos arrepentimos, dejando por supuesto, como el valor del
soldado, el propósito de la enmienda, para ser tratados con caridad y
comprensión en aquello de las formas. ¿Y si se flexibiliza el uno –el cincuenta
y uno– por qué no hacer lo mismo con el otro –el cincuenta y dos–? ¿Tan difícil
resulta interpretar la norma, relajarla según las circunstancias e, incluso,
modificarla si vemos que se corrompió en su espíritu? Quizá sea solo cuestión
de que quienes pueden cambiarla actúen con humildad y se abajen a modificar
cuatro palabras en beneficio de un texto que seguro fue pensado y redactado con
las expectativas de ser mejorado en el futuro.
Vuelvo al inicio. Somos pocos. Cada vez menos cofrades. Y
aún menos los que se atreven a involucrarse más allá del cirio o el hachón. Y
estos, los osados, los que se lanzan a tirar de un carro que muchas veces
parece tener las ruedas cuadradas, son los que son y son como son. Gentes del
pueblo, con las ínfulas más cortas que las del bonete de un seminarista, a
quienes no se les puede, no se les debe exigir más de lo exigible por mucho que
lo exigible parezca imprescindible a ojos de quienes, desde la articulada
barrera de la normativa pura y dura, miran a los devotos con soberbia altanería
–que ellos llamarán justicia o equidad–.
Las leyes están para cumplirlas… o para derogarlas si no son justas. Y en este caso, creo compartirlo con muchos cofrades salmantinos, la norma nació con un espíritu encomiable pero su bajada al barro del día a día nos la está mostrando como inútil herramienta de selección nepotista para uso y abuso de quienes remueven el puchero. No digo que sea mala, digo que está mal usada. Y eso va contra los administrados, quienes en lugar de encontrar en ella protección o mejora, solo vemos una amenazante espada de Damocles sobre nuestras cabezas.
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