«Un
experto que nos visitó nos decía que sería mejor no procesionar las piezas,
pues tienen demasiado valor como para arriesgarlas de ese modo».
Eso
me contaba hace unos días Toñi, mi guía particular, mientras conversábamos
paseando por una enorme sala repleta de elementos procesionales, en un poco
conocido pero ya más que centenario museo-almacén. No será, desde luego, la
primera ni única vez que un «entendido» en cualquier cosa da su opinión sin
entender que, si no tuvieran una finalidad funcional, muchas piezas de museo
simplemente no se habrían creado.
Personalmente,
prefiero los museos que ejercen como un almacén dignificante a los que son meros
cementerios turísticos. Y creo que todo lo que entra en un museo puede volver a
salir si su naturaleza así lo requiere.
Entremos
ahora en nuestras cofradías, o más bien en el añejo patrimonio de estas, por
esa discreta puerta por la que tristemente no muchos entramos: la del respeto y
el asombro por lo que se hizo antes.
Bien
sea porque no se considera algo «de suficiente valor», bien sea porque de estar
conservado (conservado ¿o sustraído?) durante largo tiempo en manos
particulares se ha dañado su integridad y su recuerdo, estamos viendo de un
tiempo a esta parte cómo muchos enseres que con mayor o menor duración han
contribuido al esplendor de nuestra Semana Santa se están abandonando,
vendiendo de forma externa a su verdadero propietario (la Iglesia universal,
para quien no lo recuerde o no quiera reconocerlo) o peor aún, siendo tirados
al contenedor como si fueran ese par de calcetines que no aguanta otro ciclo de
lavadora más.
Todos,
o por lo menos todos los que nos hemos movido por estos mundos como si de
nuestra casa se tratase, sabemos de una tenada, una nave en desuso, un desván,
un viejo baúl, la casa de un familiar, etc. que hace las veces de relicario
para unas reliquias que, de seguir así, pronto no sabremos a qué santo
pertenecieron, como pasa también en nuestras sacristías. Estaría bien que unos
y otros, los que saben y los que pueden, empezaran a abrir esos relicarios ‒ahora
que está tan de moda‒ y se hiciera un ejercicio de conservación mínima tanto de
la pieza como de su memoria. A nuestra Semana Santa ‒con todo lo que esta es y
representa‒ pertenecen desde hace siglos varas, cruces, banderas, paños de
carrozas, indumentarias, bocinas, documentos, faroles… y lo que hemos mantenido
durante generaciones de pronto no está, o está donde no debe, o se retira de la
circulación según el criterio del «valor/no valor» que cada cual quiera darle.
Por
suerte, en algunos casos de desaparición, hay más de un par de ojos atentos que
avistan el tesoro cuando emerge a la superficie, un segundo antes de hundirse
quién sabe si para siempre. No sería mala cosa que, sin necesidad de grandes
espacios, inviables en nuestra localidad por muchas vueltas que se hayan dado
sobre el tema, pudiéramos disponer de un lugar común en el que a propios y
forasteros se nos diera la oportunidad de disfrutar de tanto patrimonio como
atesoramos, a la vez que este se mantiene en buenas condiciones.
El valor de un elemento patrimonial, más
allá de lo económico del momento, debe estar integrado igualmente por el significado
que ha tenido en la hermandad desde que se creó, y con la excusa simplista del «es
que la renovación siempre es una mejora para atraer a la gente» estamos
transmutando el oro en hojalata en una suerte de antialquimia que, por mucho
repujado y mucho brillo que tenga la nueva pieza, la mayor parte de las veces
no es mejor que aquello que ha venido a sustituir. Conservemos con dignidad lo
que tenemos, lo que hemos heredado, lo que ha hecho que hoy mantengamos cierta
inercia de bonanzas pasadas, y quizá así muchos descubran que sí, que la Semana
Santa de Salamanca sí que tuvo una identidad propia, pero eso ya es otro
artículo.
0 comments: