Confieso la tentación y me acuso
por ello. He estado a punto de perpetrar un autoplagio, que aun siendo legítimo
no resulta elegante. El mundo cofrade anda algo revuelto por alguno de sus
barrios y casi hago el copia-pega, con tres o cuatro retoques para camuflarlo,
de aquella columna titulada «Y
Dios hizo el sábado para el hombre», publicada en este mismo espacio allá por noviembre
de 2022. Porque, en esencia, todo sigue igual. Quizás peor. Pero al final, los
escrúpulos de este tiempo inminente al soplo del palomo me mueven y conmueven,
también remueven un poco, y sin apartarme de la idea de fondo voy a ello cambiando,
eso sí, formas y situaciones.
Me gustaba más el título de hace
tres años, porque se entiende mejor. El evangelio de Marcos es quizás el más
sencillo, posiblemente por ser el primero que se escribe y el más conciso en su
extensión. La ley, o la normativa, no puede esclavizarnos. Cristo, el Nazareno,
siempre quiso cumplir con la ley. El «dad al César lo que es del César», junto con
otros muchos ejemplos, lo deja bien a las claras. Pero por encima del
cumplimiento ad litteram de la ley, necesariamente está la caridad, el
mandato del amor que da Jesús en el cenáculo a modo de última voluntad. De ahí
el título que encabeza la presente columna, tomado de la cita paulina a los
Romanos (13,8-10): «La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es,
por tanto, la ley en su plenitud».
¿Y a qué tanto preámbulo?, se
preguntarán quienes no hayan interrumpido ya la lectura. Pues a la terrible
decepción que uno siente y a la pena consecuente ante bastante de lo que está
pasando en esta querida diócesis en relación con las cofradías. Los dos años de
trabajo que siguieron a la Asamblea Diocesana para dotar a nuestras hermandades
de una referencia normativa que las ayudara a cumplir fielmente con sus
objetivos —siempre
que ayudara—,
por lo que se ve, fueron estériles. Inicialmente se quiso que se centraran en
las cuestiones de fondo, las verdaderamente importantes, aunque luego en
revisiones posteriores llegaron los ajustes para que los fieles cumplidores de
la ley, como los fariseos durante el periodo Intertestamentario que llegan
hasta los tiempos de Jesús, pudieran guardar sus versos apergaminados en las
filacterias y así mostrar a los pecadores cómo ellos sí conocían y practicaban.
Las palabras del Maestro fueron
siempre durísimas ante estas situaciones: «¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia,
la misericordia y la fe! (Mt 23,23)». Pues sí, eso es lo que está
sucediendo. Se utiliza una normativa, concebida para ayudar y mejorar, como si
fuera un arma arrojadiza y represiva, con terrible e inhumana arbitrariedad. Las
resoluciones ad hominem, es decir, mutantes según el quién, son a todas
luces injustas. Jesús no se anduvo con melindres y ante estas situaciones,
igual que hizo en el momento de la purificación del templo, fue siempre
contundente. A los fariseos de entonces que, recordemos, eran ejemplares en el
cumplimiento de los 613 preceptos recogidos y desarrollados en la Mishná, les
llamó «raza
de víboras».
Lo grave, al respecto de lo que
está pasando con las prohibiciones para presentar candidaturas a las juntas
directivas de las hermandades, es que los tonsurados se han erigido en jueces. Quienes
predican la misericordia del evangelio se arrogan la guarda de la moralidad y
deciden sobre la idoneidad de quienes durante décadas, con mayor o menor
acierto, se han dejado hasta la salud sirviendo a su hermandad. Últimamente,
parece, se le está cogiendo el gusto a prohibir, vetar, dilatar… Y como el
caudillo de la Moncloa, cuando llegan mal dadas no se responde. ¿Para qué? A
dejar que se pudra y olvide.
No particularizo, porque no
conozco a las personas, ni nada me une a ellas. Y seguramente que con la
aplicación de alguna parte de las normativas tendrán toda la razón. Pero mejor
que sean los hermanos quienes elijan y se equivoquen ellos, ¿no? Porque si los
pastores atizan al ganado, este se espanta y se quedan pronto sin ovejas. El
pastor bueno conoce a sus ovejas, las quiere y protege. Y cuando alguna sale
renegada, siempre podemos acudir al ejemplo de la mujer pecadora, a la que
según la ley habría que lapidar. La ley lo prescribía. Lanzar las piedras hasta
que muriera de una forma tan horrenda y cruel era cumplir con lo escriturado.
El pasaje de la adúltera (Jn
8,1-11), precioso, se lee en la cuaresma. Está claro el porqué. Oírlo en
ciertos labios, dadas las circunstancias, tiene su interés. O su morbo, según
se quiera ver. Igual que el sermón para explicarlo. O destrozarlo, que hay de
todo. «Y
en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?».
Pues qué van a responder estos curas, que hay que ser coherentes con lo que han
estado haciendo todo el año, aplicar la norma, carajo, que para eso está.
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