¿Han estado alguna vez en un sorteo de
toros? Pululan por los corrales muchos personajes, cuyas vestiduras y tocaduras
sugieren apariencias y realidades a partes iguales que sugieren otras épocas,
lugares y contextos.
Así, destacan los mayorales y camperos,
pues por mucho que troquen de percal, su pelo de dehesa se mantiene en la
médula de su identidad. El ganadero, según su casta; pero muestra morrillo y
pitones a quien le quiera trapear.
Pero llama la atención, especialmente en
plazas de segunda, tercera y quinta, como en las pueblerinas urbes que reúnen
en nuestros barrios, auténticas mancomunidades de comarcas unidas por los
jirones resilientes de los que dejaron la España rural, se congregan en torno a
chiqueros y mayorales toda una serie de niños y niñas, jóvenes y jóvenas que, con sorna y retranca
legionense y babiana diría mi buen amigo Marcello, tocados de un halo de
vestimentas pijas a más no poder donde hasta el acento ese día y a esa hora, es
tremendamente impostado. Es como ir a jugar al golf o al tenis a un club de
esos de postín y caballería, pero entre las heces hediondas de los corrales y
chiqueros del coso en cuestión.
Pantalones claros ajustados y cortos,
castellanos brillantes o náuticos en pardo jabonero, chaquetas ajustadas o
chalecos gomosos enfundados en brazos repletos de cintas que tratan de emular
las mil y una divisas de nuestra Fiesta. Ellas, parecido o con algún short o
botas camperas impresionantes. Gafas de sol bien oscuras y reverencias a
diestro y siniestro. Si se dieran casos de calor, abanicos y bolsos color
fucsia capote o bermellón muleta. Cuero, sí; mucho cuero y pocas pelotas.
Porque, como he señalado más veces, la
tauromaquia es un rito que empieza incluso antes de la propia corrida y plaza.
Todos somos granos de arena de un albero infinito de ilusiones y decepciones,
orejas, rabos, palmas, silencios y pitos a partes iguales.
En nuestra Semana Santa pasa algo
parecido, pero más sangrante que un puyazo en Bilbao. Durante el año, son
muchos los que visten de cualquier manera, pues yendo digno, cada uno honra a
su Señor o a su Madre como lo que es, hijo de Dios. Ser cofrade es por lo
pronto ahondar aún más en el misterio de la Encarnación del Hijo del Hombre. Seguimos
siendo arrianos.
Pero, cuando se acercan las fechas
cuaresmales y la Semana Santa, empiezan los desfiles de trajes añiles para
ellos y magenta para ellas. Ya no se lleva el negro, tan clásico en nuestra
Semana Santa como los trajes camperos para los habitantes de las baratarias
ínsulas de las dehesas. Ahora, el añil tiñe toda una mangancia de cofrades
jóvenes y debidamente amaestrados que suspiran por mandar en un martillo o en
una vara. No son capaces ni de gestionar su vida, pero dan la misma por un
costal, un ¡Mi arma! o un sinfín de vestir y vestir, y vestir y vestir a
las otrora imágenes sagradas para jugar entre capillas, wiskis, y gin tonics a los Playmobil cofrades,
convertidos muchas veces (y cada vez más) en Playboys de Semana Santa.
Esos pañuelos más grandes que los de
Morante. Esos puros largos como los paseos al antiguo Helmántico, esas copas…
denotan que estamos ante una nueva clase social: la Pijocracia. En cuanto se
ponen un traje (antiguamente era una gorra y un cargo al estilo Protección
In-Civil), te retiran el saludo y solo rinden cortesía a aquellos seres de luz
meridionales que navegan entre apariencia, infamia y soberbia por el fango del
Guadalquivir. Presumen de un acento andaluz más impostado que Blas Infante. Y
toda la vida fueron hermanos para esfumarse a Sevilla una vez acabada su
procesión en Salamanca. Y sí. Siempre acudirán prestos a cualquier toque a
rebato de las juntas que prometan imponer costales, morcillas y camisetas para
mostrar que Pedro Pacheco sigue en cada mudá
o en cada ensayo cerca de los burladeros y chiqueros de San Esteban, San
Sebastián y San Pablo.
Cuando mi añorado abuelo Paco Montero
(DEP) me hablaba de Salamanca, desde su Aldea del Obispo y su Fuentes de Oñoro,
de sus vivencias a caballo como galeno atravesando dehesas en Vitigudino, sanando
en Horcajo Medianero o cortejando en Sotoserrano, La Alberca y Vecinos, siempre
me mentaba la Cuernocracia como esa pequeña pero expandida aristocracia rural
en Salamanca. Eran esquivos y vivían en los Treviños interiores de sus fincas
rodeados de servidumbre no siempre comprendida ni bien tratada. Pero eran los
que mandaban y regían los destinos de las poblaciones rurales con las divisas
de grandes apellidos que siempre legaron a sus descendientes. Sabías lo que
había. Eran lo más parecido a la aristocracia real británica, con su té o
chocolate de canónigos al atardecer de la dehesa, pero con acento charro y
toscas maneras de vestir y padrear.
Ahora, la Pijocracia manda en cofradías
y hermandades. Tienen a bien obedecer y no dialogar. Llegan a puestos de mando,
multiplicados ad infinitum para toda
esa casta infraneuronal, repletos de oropeles. Son los validos y valedores de
los reyezuelos coronados con faja y costal. Confirman dizque tradiciones de
hace cuatro o cinco días (no más), que además impusieron ellos entre copas,
mofas, befas y charlotadas. Terriblemente dialogan menos que una ameba de
Sumar. Y sí, van debidamente tocados de añil, pañuelos hechos muleta big size de Ponce y gomina de asfalto
que impide la correcta oxigenación de sus parcas cabezas e inexistentes
cerebros. Finalmente, si se sienten atacados, prefieren morir en tablas. Porque
nunca, nunca, nunca presentarán pelea. Si algo saben, es que tienen la
cornamenta tan afeitada que, si no fuera por sus hechuras de piedra y cartón,
apenas asomaría la veta del pitón a una testuz de sinrazón. Saben de toros en
sorteos y enchiqueramientos. Desde arriba. En barras de bar de casas o
lupanares de hermandad debidamente regados y diluviados con alcohol. Pero si
algún día bajan al albero de las creencias íntimas de la Semana Santa, de la
Pasión del Hijo de Dios hecho hombre y burdamente crucificado, se estamparán
contra el primer burladero de verdad que encuentren en su corto trayecto. Y con
esta trayectoria, errada eso sí, tratarán de justificarse como el mal
sobresaliente que intenta medrar en corridas solo por aparecer en carteles.
No se engañen. Los capillitas sevillanos
o hispalenses tienden a menospreciar a estos agradaores de la mentira septentrionales. Sea en Roma o en España.
Porque Dios puede estar en cualquier lado. Tan Dios es el Gran Poder como el
Pasión de San Esteban o el Nazareno de León. O el Cristo articulado que baja,
que se vuelve a encarnar en el pedregal de la Raya entre capas pardas y
mortajas ebúrneas, en la tarde noche de un Viernes Santo cualquiera en
Bercianos de Aliste. Y, es que, cuando escuchas el ¡Mi arma! charramente
pronunciado te dan ganas de engrosar con ellos la nómina de Picaos de San Vicente de la Sonsierra y
darles de hostias.
Que conste que la Pijocracia a veces se
manifiesta en espiritualidades zen bajo la luz cenital proyectada sobre la
sepultura francisquista en Santa María la Mayor (seguirá siendo «la Mayor» a
pesar de la progresía y la mafia lavanda).
Menos mal que se puede servir a los
pobres y llevar muceta roja como nuestro recientemente proclamado papa León
XIV. Eso es autoridad, y no por ello dejas de seguir y servir a Cristo.
Pijocracia. Sin más. Añil de abril solo
para mentir.
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