Ayer celebrábamos la fiesta de Pentecostés, donde los discípulos fueron revestidos de la fuerza que viene de lo alto. El Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad es nuestro Paráclito, nos llevará a la verdad completa y nos recordará todo lo que el Señor ha realizado en su encarnación, muerte y resurrección: «el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio». El testimonio del Espíritu está relacionado con el testimonio de los apóstoles de una manera intrínseca.
El
testimonio del Espíritu no es solo fortalecer y guiar al apóstol conforme sea
necesario para dar testimonio de Jesús, también él mismo da testimonio: «no seréis
vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo» (Mt 10,20; 13,12). El
testimonio es tanto exterior, obras y palabras, como interior, pensamientos y
deseos. Ser por dentro lo mismo que se es por fuera es imprescindible para
poder testificar adecuadamente puesto que: «¡Raza de víboras! ¿Cómo podéis
decir vosotros cosas buenas siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla
la boca» (Mt 12,34).
Me
viene a la mente una palabra que hemos de escribir en mayúsculas: PERMANECER en
su amor para poder ser instruidos por el único Maestro, pasar tiempo con él,
hacer todo como para servirle a él (ya que lo que hagáis con estos, mis
humildes hermanos conmigo lo hicisteis). El testimonio a favor del Señor tiene
repercusiones sociales: «Os echarán de la sinagoga; pues llega la hora en que
todo el que os quite la vida pensará prestar un servicio a Dios». Esta misma
enseñanza de Jesús aparece también en pasajes anteriores del evangelio de San
Juan que estamos comentando: «si alguno le confesaba Mesías, fuera expulsado de
la sinagoga» (Jn 9,22) y «aún muchos de los jefes creyeron en él; pero por
causa de los fariseos no le confesaban, temiendo ser excluidos de la sinagoga»
(Jn 12,42). Verse excluido del grupo hace que muchos testigos desistan del
testimonio y esta es la razón por la cual se realizan las persecuciones, que no
han terminado todavía. Jesús se lo advierte para que no les coja de sorpresa,
ya que ser discípulo suyo conlleva vivir su misma suerte, si recordamos que no
es más el discípulo que el Maestro.
Esta
situación de presión y dificultad, que es más profunda y agresiva en tiempos
difíciles, es permanente pues, aunque todo esté en calma cada cristiano ha de
optar a favor de sí mismo o a favor del Señor. Elegir entre el Señor y uno
mismo supone cambiar de mentalidad. Por ejemplo: lo importante es que no es más
importante la vida que el amor, pues de lo contrario el testimonio del Viernes
Santo queda anulado y, en consecuencia, no celebraríamos Pentecostés, donde se
hace posible testificar con obras y palabras, pensamientos y deseos que Jesús
es el Señor, ya que «Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, excepto por el
Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
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