lunes, 16 de junio de 2025

Un dios a hombros

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Paco Gómez


16-06-2025

Como no es un sitio al que suela acudir, todo me llama la atención. En mi papel de acompañante, liberado de la obligación de vivir con intensidad una tarde «histórica», tomaba nota mentalmente de ideas tales como que las plazas de toros son unos lugares donde todo el mundo sabe muchísimo de la cuestión, menos la persona que se juega la vida unos metros más abajo –multiplicado en el caso de en quien recae la ingrata labor de ser picador–, o en que habrá muy pocos lugares donde pagar la entrada dé derecho a menos comodidades. Mucho se habló en su día de la T4, pero ojo orientarse en ese imbricado laberinto de escaleras, escalerillas, gradas y deambulatorios.

En esas andaba hasta que uno de los oficiantes en el ruedo debió de atinar con las combinaciones precisas de efectividad y adorno que llevó el paroxismo y puso a cocer a los de la sombra, que al parecer son los más exigentes.

En la vuelta al ruedo consiguiente, le cayó de todo al torero. Tuve que preguntar el porqué de un rito bastante contraintuitivo. No, no era enfado, claro. Se lo tiran para que el maestro lo toque y se lo devuelva. Como a las vírgenes antiguas. Abanicos, sombreros y hasta una muleta, de las de ortopedia (aclaro por si el contexto lleva a confusión). El objeto voló de vuelta tendido arriba y, que yo sepa, nadie gritó «¡milagro!».

Recordé lo que me impresionó la primera vez que me llevaron a Cabrera ver una sala –ignoro si sigue existiendo– llena de bastones, muletas y réplicas en cera de manos, pies o cabezas, que eran el testimonio de alguna gracia recibida por ese crucificado clavado en un tronco de encina del Campo Charro.

También tomé conciencia de que tenía que escribir este artículo justo cuando al acabar el festejo, también en medio de un gran entusiasmo por el precoz torero local, una multitud de jóvenes cayó en tromba sobre el ruedo al grito de «¡Jo-sé-An-to-nio-Mo-ran-te-de-la-Pue-bla!» y con la pretensión de llevar al torero a hombros hasta la Rúa nada menos.

En ese momento, digo, recordé que en el primer análisis de la Semana Santa de este año había dejado un par de reflexiones fuera y que una de ellas era la alarmante media de edad tan elevada que, salvo siempre algunas excepciones, empiezan a tener las cofradías salmantinas.

Otra vez, la observación procede de lo visto a través de la pantalla en un año con no pocas cancelaciones por mal tiempo y en el que hemos asistido a diferentes actos sustitutivos dentro de las iglesias y a cara descubierta.

No es lo malo, ni mucho menos, que los cofrades vayan cumpliendo edad y sigan dentro de las cofradías realizando una aportación impagable, sino que el porcentaje de jóvenes que garantice un relevo adecuado de responsabilidades y tareas es, en algunos de los casos, alarmantemente bajo. Y vale tanto para la fila como para las cargas.

Está bastante estudiado sociológicamente que la rebeldía juvenil suele construirse contra las formas y maneras de los padres. Eso explique quizá que, tras un período de cierta sobriedad y rigor, llamen ahora la atención las manifestaciones más expansivas. Por eso, seguramente, es el costal un vehículo que canaliza mejor que otras opciones la entrada adolescente y juvenil en la Semana Santa.

Y aunque cada persona es un mundo y cada hermandad un universo propio, quizá sí sea oportuno reflexionar sobre qué se puede hacer para que la juventud siga alimentando una tradición que puede verse comprometida sin ese relevo necesario.

Solo como sugerencia, que quizá tampoco haya que tomarse muy en serio, después de una tarde de sol y multitudes donde me parece que los únicos que no sabíamos exactamente qué teníamos que hacer éramos los seis toros y yo. A ellos le fue peor, sin duda.

Y yo, que no pude mirar en ninguna de sus muertes y no niego que algo se me vidrió la mirada cuando los vi arrastrar por la arena con la lengua fuera, quedé impresionado al ver a esos cientos de jóvenes acercarse a un torero, ansiosos por llevarlo a hombros hasta donde hiciera falta, como quien se acerca a un dios. Quizá porque en otros lugares no encuentran una emoción parecida con la que entusiasmarse.


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