lunes, 24 de noviembre de 2025

El legado del Nazareno

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Jesús A. Alonso Cuesta

Jesús Nazareno | Foto: Álex López

24-11-2025


Hay meses en los que la actualidad exige hablar, y otros en los que la memoria —esa hemeroteca íntima con la que todos cargamos— reclama su espacio. Este noviembre pertenece a los segundos. Por eso regreso deliberadamente a aquella columna de hace más de dos años donde evocaba a los «santos desconocidos y olvidados» de nuestras cofradías: hombres discretos, sin focos ni oropeles, que sostuvieron como vigas maestras lo que otros, después, encontraron ya en pie.

En este 2025, la nómina de quienes han dejado este mundo es dolorosamente abundante. Hermanos como Jesús Ciudad, Agustín Martín o Jesús Ángel García, en la Soledad; Ángel González, en la Congregación de Jesús Rescatado; o Juan Calderón y Fernando Márquez, en la Congregación de Jesús Nazareno. Todos ellos, entre otros, han pasado de ocupar asientos en los cabildos a habitar la memoria de sus corporaciones, y no siempre —permítanme el inciso — tratamos con justicia esa transición. Somos expertos en lutos solemnes, pero bastante menos en gratitudes sinceras.

Todos compartían un modo de estar en la hermandad que hoy, quizá, resulte anacrónico: llegar antes que nadie, marcharse después de todos, trabajar sin reclamar autoría, amar a las imágenes haciendo, no exhibiendo. Una liturgia silenciosa que no todos están dispuestos a asumir. Les ruego que me permitan detenerme, siquiera brevemente, en la memoria de mis hermanos congregantes Juan Calderón y Fernando Márquez.

Calderón —como era conocido en la Plaza de los Sexmeros— fue uno de aquellos «últimos de Filipinas» de la Semana Santa salmantina; hombres que, en la profunda crisis de la década de los setenta, tomaron las hermandades entre sus manos firmes para evitar que aquello que hoy contemplamos con pujanza y esplendor se desvaneciera para siempre. El año anterior a su nombramiento como hermano mayor de la congregación apenas desfilaron quince hermanos de fila y el Santo Entierro había dejado de procesionar. Él, junto con las distintas juntas de gobierno que lo acompañaron, devolvió el pulso vital a la institución e impidió que Salamanca quedara huérfana de la dulce y misericordiosa mirada del Nazareno.

Y si hubo alguien capaz de recoger con dignidad y nobleza el testigo de Calderón, ése fue, sin duda alguna, Fernando Márquez. Congregante durante toda su existencia, ocupó con la sobriedad, la prudencia y el buen hacer que lo caracterizaban el puesto de vicario de Cruz. Bajo su responsabilidad reposaba, en buena medida, el transcurrir elegante, ceremonioso y cadencioso de los hermanos nazarenos en la tarde del Viernes Santo durante algo más de la última década.

Cambiando de registro, pero no de mensaje —porque a veces la actualidad confirma las carencias que denunciamos—, no quiero olvidarme del homenaje que otro nazareno (así se llama el gentilicio de los nacidos en la localidad sevillana de Dos Hermanas) va a disfrutar el próximo sábado en nuestra ciudad. Me refiero al concierto homenaje que la Agrupación Musical La Expiración ha organizado en honor al compositor José Manuel Mena Hervás. Además, está pensado para que cualquier músico de la geografía española (y créanme si les digo que vienen músicos de la otra punta del país) pueda prestar merecido reconocimiento al músico, en lo que será una velada completamente recomendable para los amantes de la música cofrade.

Y es que, el principal valor de ese concierto es que será dirigido por el homenajeado, el cual podrá disfrutar de cómo se valora su música a 500 kilometros de su casa. Y esa es una enseñanza que la Expiración con Vicente del Río a la cabeza nos imparte (en qué mejor lugar que en el Teatro de los Escolapios), los homenajes tienen sentido cuando el homenajeado está presente. Después, cuando llegan los réquiems y los títulos póstumos, solemos disfrazar de solemnidad lo que en realidad es una deuda que no supimos saldar. Y en la Semana Santa de Salamanca, donde abundan los discursos y escasean los reconocimientos auténticos, esta carencia se vuelve especialmente evidente.

Ojalá algún día aprendamos a honrar a los que sostienen en silencio nuestras tradiciones antes de convertirlos en estampas funerarias.

Ojalá celebremos más la vida que el epitafio.

Ojalá dejemos de olvidar a los santos que nunca pidieron ser recordados.


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