Las
hermandades, cofradías o congregaciones, ya fueran sacramentales, de penitencia
o de gloria (eso daba igual), constituyeron un «problema» para los iluminados
señores de las luces o ilustrados del siglo XVIII que las suprimieron ‒al menos
lo intentaron con mayor o menor éxito‒ o las redujeron, sofocándolas, a su
mínima expresión para alcanzar el progreso, según ellos. Nada nuevo, pues la
máscara de la pretendida razón ilustrada era, nada menos, que la reforma de la
religión, desde la que se apoyaron para esta agresión. Esto, sin
embargo, no fue más que una copia de los argumentos protestantes del siglo XVI
que acabaron con todas las cofradías y con la vida religiosa, por un pretendido
evangelismo, en las tierras en las que los príncipes impusieron el
protestantismo en sus diversas ramas (cuius regio, eius religio).
La
razón última que estaba detrás de esta supresión (de protestantes, ilustrados y
liberales) era doble y combinada: el cesaropapismo y el jansenismo.
Para decirlo en breve, aún a riesgo de reducir demasiado, lo que se pretendía
era que el poder temporal (los políticos que hoy se llaman) dominaran la
religión (cesaropapismo), para poder «reformarla» y «modernizarla» por
su bien, siempre según ellos, con el desapercibimiento, en el XVIII, de una
Iglesia que estaba, por aquellos entonces, ‒no sé si ahora también‒ a uvas. Y,
por otro lado, la intención era la de reducir la encarnación de la fe en un puro
sentimiento subjetivo, meramente espiritual de pureza ética sin vigor social (espíritu
jansenizante). Para ello había que despojar a la religión, entre otras, de sus
manifestaciones externas, del terrible boato, del asociacionismo y de, en
definitiva, su fuerza social con sus derivados cuerpos intermedios sociales. El
absolutismo ilustrado, que es padre directo del estado liberal al
proporcionarle a este el concepto (bodinista) de soberanía, mutado
después de regia a nacional, llevó a cabo esta maniobra contra
frailes y cofrades que continuaron luego, con saña y esmero, los modernos
liberales.
El
«estado omnipotente» (it's the question), ya sea de régimen absolutista
o liberal, para el caso es lo mismo, no soporta ni tolera cuerpos intermedios
sociales (con autogestión y autonomía) entre el estado y el individuo. Y así
había que doblegar a la Iglesia católica en general y quitarle su fuero
tradicional que tenía, en una sociedad sacralizada, en virtud de su fundación
divina y para ello, qué mejor, que utilizar la máscara de «pureza evangélica»
para quitarse de encima de un plumazo este cuerpo social intermedio que era la
Iglesia católica, comenzando por la supresión del asociacionismo (cuerpos
sociales con vigor) de frailes y cofrades que propugnaban una «religiosidad
extremosa» (sic), esto es, una sociedad que tenía su argamasa en lo sagrado. Y
así, con el «argumento evangelista» (siempre tan peligroso y arrojadizo) se
empezó a reducir la encarnación de la fe, esto es la Iglesia, sin anticuados
frailes y cofrades, a una nada flotante y fluctuante. De este modo se hizo
picadillo (primero con la oposición doctrinal de la Sede Petrina y con el
tiempo ya ni eso) la sociedad tradicional orgánica, con cuerpos intermedios
sociales, con sus fueros y libertades, que ponían freno y control al poder del
rey (en definitiva, al estado) para pasar a la sociedad de masas, de individuos
atomizados, en la que nos encontramos.
Pero
la cosa sigue y la combinación fatal del poder omnímodo de los estados en
combinación (o aprovechando) de un pretendido evangelismo interno sigue minando
la realidad de las hermandades.
Por
un lado, el estado contemporáneo, sea de derechitas o de izquierditas, tolera a
las hermandades y cofradías (sobre todo las que tienen cierta importancia por
el turismo semanasantero o las que mantienen un bien del patrimonio), en tanto
en cuanto se reduzcan a una «asociación cívica cultural», si es que quieren
mamar del bote de las subvenciones. Y, por otro lado, la Iglesia las tolera,
incluso con bendiciones, bajo la maza contante de la acusación (o desconfianza)
de ver en ellas una religiosidad solo externa y vacía. Y así, como dice el
refrán, entre todos la mataron y ella sola se murió.
Pero
nosotros a lo nuestro. La reflexión, quizá principal de los foros, congresos,
tertulias, cursos y cursillos de las hermandades y cofradías, debiera ir
encaminada hacia esta cuestión basilar. ¿No sería bueno, me cuestiono, que las
hermandades se replantearan, como esencial, su papel de «asociacionismo
católico militante» para reencontrar su entronque histórico, hallar su libertad
externa (con persecuciones) y alcanzar, al mismo tiempo, su purificación
interna?
Pero
bueno, si no, con humor, siempre nos quedará la «opiosa» (de opio) discusión de
estilos para encender las pasiones. O el no menos opiáceo debate, sobre todo eclesiástico,
del pretendido evangelismo, como si el problema universal de la religión
puramente externa no fuera común al resto de «espiritualidades», incluso a las
sacrosantas de los globitos y modernas dinámicas de oración.
En
fin, todo con humor, pues toda afectación es mala, Sancho. Pero los
cofrades, con la que está cayendo, vayamos al hueso y luego ya, si eso,
como dice Mota, entremos en detalles. Porque si desde dentro esta reflexión ya
ni interesa, es señal indeleble de que ya nos hemos reducido al estado
cultural.




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