Así comenzaban muchos cuentos y leyendas contados a los pequeños en torno a la lumbre. Allí se formaban ilusiones que permitían, en no pocas ocasiones, superar lo obstinado de una escasez y un frío que parecía volverse amigo cuando obligaba a los pequeños a permanecer en casa, a la lumbre. Ilusiones que forjaban la esperanza de un futuro al alcance de la mano: «Cuando sea mayor…». Ni que decir tiene que las ilusiones de la infancia no siempre, más bien pocas veces se cumplían tal cual…
La simbología que se proyectaba en
adornos puntuales ahora todo lo llena, dentro y fuera de casa y las sensaciones
del hogar, aun cuando mantengan la misma virtualidad, ya no producen
imaginación ni tampoco ilusiones y esperanzas. Ahora salimos a la calle y nos
sentimos inmersos en un mundo que parece tan real que resulta creíble, pero que
no produce esperanza sino frustración cuando desaparece mágicamente. Falta el
alma, la ternura, la satisfacción que sentía el abuelo o abuela viendo a los
nietos absortos. Ahora no hay alma, solo curiosidad: vamos a ver qué han
puesto. Pronto la rutina nos sumerge en el desencanto, producto de la
monotonía.
El acontecimiento que da sentido a la
Navidad es el nacimiento de Jesucristo. Este nacimiento, en las condiciones que
se produjo, poco o nada tiene que ver con el modo en que hoy lo celebramos. Y,
sin embargo, se sigue produciendo allí donde un corazón lo recibe. El mismo
nacimiento que ha recibido empuja a ese corazón hasta los rincones más
excluidos de este mundo que pareciendo angelical, mientras se encienden las
luces, resulta diabólico pues en él no caben los excluidos, ni los
vulnerables... ya no pueden seguir el
ritmo normal ni muchos trabajadores.
Sin embargo, el recién nacido ha llegado
a este mundo donde no tiene cabida desde el principio, nace a las afueras de la
ciudad, en un establo. Nace para despertar, no una ilusión, sino la esperanza
de que realmente son felices los pobres de espíritu, los limpios de corazón,
los que trabajan por la paz… y quienes acojan este sueño deben saber que para
seguirlo «tienen que negarse a sí mismos y cargar con su cruz cada día».
Podemos pensar que no son días adecuados para hablar de esta forma, pero ¿no es
la Navidad el anuncio de la Pascua? ¿No se produce la alegría de la Navidad por
la presencia del Salvador?
Los cristianos, en particular si
queremos los cofrades, debemos sentir una admiración sublime por el Señor, que
quiere vivir en nuestro mundo, donde ya nosotros mismos sentimos presión para
no vivir adecuadamente el modo de vida que lo llevará a la muerte.
Dice San Pablo: «Porque nos apremia el
amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y
Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para
el que murió y resucitó por ellos».
¡Feliz Pascua de la Navidad!




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