Vega Villar Gutiérrez de Ceballos
Acabamos
de celebrar la Natividad, el
nacimiento de Jesucristo, uno de los tres nacimientos que celebra el cristianismo
y que es el principal motivo de la celebración de la Navidad. Si nos abstraemos de todo lo que hoy en día
conlleva la celebración de estas fiestas, que cada vez se alejan más de su
verdadero significado, tendríamos la verdadera esencia del gran acontecimiento
que supuso la llegada del Salvador.
También
hemos pasado ya la fecha de la llegada del «Espíritu
de la Navidad», una tradición pagana de origen nórdico que hoy en día se
traduce como un espíritu que encarna la bondad y la generosidad. En estos días
nos da por ser buenos amigos y compañeros, más generosos y solidarios e intentar
llevar a cabo toda clase de «buenos deseos». Pero ¿de qué sirve que todo
esto nos dure solo mientas celebramos la Navidad?
Aprovechemos
estos días para reflexionar sobre el verdadero significado de la venida de
Jesús, el niño Dios, un nacimiento humilde pero lleno del calor de todos
aquellos que se acercaron hasta su cuna, sobre la generosidad de su joven madre
María y de san José. Reflexionemos sobre el perdón, los valores cristianos, la
entrega sin condiciones y el amor que es lo que realmente simboliza el niño que
nació en Belén.
Y
es que, a menudo, la Navidad se siente como un paréntesis en el año: un momento
de tregua donde somos más generosos y amables. Sin embargo, el verdadero reto
es evitar que ese espíritu se apague cuando guardamos los adornos. Ello
implica:
- La fe como hábito, no como evento: Recordar el mensaje de Belén a
diario significa elegir la compasión y la esperanza incluso en la rutina
de un martes cualquiera en marzo o la fatiga de un viernes en octubre.
- La constancia del amor: Si el amor es el motor de estos días,
desarrollarlo el resto del año implica convertir los «buenos deseos» en acciones concretas de
servicio y escucha hacia los demás.
Y
el punto de partida es la renovación interior, pues estos días no son el final
de una celebración, sino el kilómetro cero de una nueva versión de nosotros
mismos. Para que algo nuevo nazca, hay que hacer espacio. Esto implica soltar
rencores, prejuicios y egoísmos que hemos acumulado durante el año. Y también
implica la renovación interior que nos permita ver el mundo no con cinismo,
sino con la capacidad de asombro y pureza propia de la infancia: volver a
confiar y volver a empezar.
Esta
es la metáfora central: el nacimiento en Belén es un evento histórico, pero el
nacimiento en el corazón es un evento espiritual y humano continuo.
Si
logramos que la Navidad sea un estado del alma y no solo una fecha en la
agenda, habremos comprendido el verdadero sentido de la transformación.
Esperemos
ahora la Epifanía,
como revelación y manifestación de nuestra fe, como la llegada de Cristo al
mundo, pero también como fecha en la que los cristianos conmemoramos la
adoración de los Reyes Magos, que la tradición identificó como Melchor, Gaspar
y Baltasar que ofrecieron al niño oro, incienso y mirra, que simbolizan la
realeza, la divinidad y la humanidad que presagia el sufrimiento y su muerte.
¡Que los Reyes Magos nos
traigan a todos un feliz año 2026, que se nos cumplan los buenos deseos y por qué
no, bonitos regalos!




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