Dijo,
pues: Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de
rey, y volver después. Llamó a diez siervos suyos y les repartió diez
minas de oro, diciéndoles: «Negociad mientras vuelvo». (…) Cuando regresó de
conseguir el título real, mandó llamar a su presencia a los siervos a quienes
había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno.
La
parábola de los talentos en Mateo equivale en Lucas a la de las minas de oro,
con la que enseña Jesús recién entrada la salvación en casa de Zaqueo y a punto
de entrar la salvación, a lomos de un pollino, en la ciudad de Jerusalén. Así
de simbólica es su ubicación en el relato del evangelista médico.
Nos ilumina
ahora que en muchas cofradías, al menos las que tienen establecida una
rendición de cuentas a estas alturas del año, semanas arriba o abajo, las
juntas de gobierno se esfuerzan en elaborar su memoria de actividades, su balance
de ingresos y gastos y su presupuesto y plan de actuación para el siguiente
ejercicio, con vistas a explicarse ante el conjunto de hermanos convocados a
cabildo o asamblea general y recabar de ellos el respaldo a la gestión, después
de las pertinentes aclaraciones y precisiones.
Más
allá del resultado de la votación y de la respuesta a la convocatoria, sin duda
importantes, tiene valor en sí mismo ese proceso de evaluación que permite
repasar todo un año de «negocio» mientras vuelve el que volverá «el día que
menos pensemos», como se nos recordaba ayer en el comienzo del adviento. ¿Hemos
negociado bien nuestra mina? Porque hay cofradías que son vetas de oro puro,
aunque cueste extraerlo, aunque parezca a veces que no cunde la faena. Quizá
todo ese esfuerzo haya contado con el favor de los cofrades, se haya avanzado mucho,
y tengamos diez veces más de lo que recibimos, salvando las distancias porque
no todo es cuantificable. O acaso el crecimiento sea más lento, más sigiloso, y
se pueda valorar en cinco veces más. Sin embargo, si hemos decidido envolver la
mina en un pañuelo y devolverla sin mayor compromiso, por miedo a la exigencia,
hemos de convenir en que no habremos sido nada exigentes con nosotros mismos.
Bien
está, por supuesto, que se informe con nitidez y trasparencia a los cofrades de
lo negociado durante el año, que sepan qué ha sido de su mina. Igual que se
hará en la Junta de Semana Santa con el habitual pleno de diciembre y en la
Coordinadora Diocesana de Cofradías cuando celebre el segundo pleno anual antes
de que termine el año. Bien está que, una vez aprobadas las cuentas de cada
cofradía y de las juntas en que se agrupan, se pongan en conocimiento del
obispo tal y como establecen las Normas Diocesanas de Cofradías en su artículo
23, todavía pendiente de facilitarse el formato único en el que presentarlas. Bien
está que progresemos en la gestión cuidadosa y sostenible de los bienes,
siempre sometidos a los fines de nuestras asociaciones de fieles y a la misión
de la Iglesia.
Siendo
bueno todo ello, la rendición de cuentas permite más que nada que, cada cofrade
que circunstancialmente asume un servicio a la hermandad en un cargo directivo,
recuerde el inaplazable examen de conciencia que a todos conviene: ¿habremos
negociado bien nuestros talentos y minas, nuestros dones recibidos gratis para
gratis ser dados?, ¿podemos decir «somos siervos inútiles, hemos hecho lo que
teníamos que hacer»? Porque vino, como nos recordará la Navidad, y vendrá, como
nos recuerda el adviento. Que nunca falte entonces aceite en nuestras lámparas.




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