Vivimos
tiempos de muchas navidades y poca Navidad. Bueno, por partes. Si vamos a la
definición del diccionario hay una diferencia lógica. Navidad (mayúscula
inicial): día en que se celebra el nacimiento de Jesús; navidades (minúscula):
tiempo comprendido entre ese día (25 de diciembre) y el día de Reyes.
Así
que es teóricamente un solo día frente a unos cuantos, así que es lógico. Pero
resulta que estamos en un estallido en el que esas navidades vienen a ser un periodo
indeterminado, de duración creciente y nunca inferior a un mes, que busca
atraer turistas y/o compradores en virtud a una presunta alegría decorativa que
obvia su carácter esencial.
Ahí
quería yo llegar. Resulta que por doquier han proliferado decenas de «ciudades
de la Navidad», «villas de la Navidad», «calles de la Navidad» con el claro
objetivo antes expuesto en el que, sin embargo, el recuerdo a la fecha central
y crucial se va desdibujando.
Dado
que las navidades que vivimos las inventó Charles Dickens, las desarrolló
Coca-Cola y las acabó de redondear el alcalde de Vigo, tendremos mucha nieve,
mucho señor de barba luenga y ropajes rojos y muchas luces (pero muchas,
muchas), pero pocos, ay, muy pocos belenes y alusiones a Jesús niño.
Desmintiendo
lo que pueda parecer por las líneas precedentes hasta llegar aquí, no es que
sea un asunto que me quite el sueño ni, mucho menos, me lleve a laudar las
reacciones histriónicas en sentido contrario (la presidenta del país de san
Francisco clamando su conversión de «arbolista» a «belenista», por ejemplo).
Pero qué duda cabe de que las cosas van así.
Descontando
el belén gigantesco en el atrio de la Catedral (que no se sé si computa en
contra o a favor, sinceramente) y el anuncio del nacimiento en alguna que otra
parroquia (en El Carmen he visto uno hace un rato), pocos balcones se animan a
recordar el motivo teórico de celebración de estos días. Ahora, luces y nieve
artificial, todas las que quieran. También hay que prepararse para la cansina
cantinela de que si las saturnalia, los druidas, las abuelas de estos, o
que hace dos mil años no hay constancia de que naciera nadie así relevante.
Así
que venía pensando que no estaba mal que también el mundo cofrade se implique
en la Navidad, aunque solo sea para que alguien mantenga encendido el farol de
Diógenes. Que cada uno celebre lo que quiera, faltaría más, pero que se supone
que todo esto viene a cuento porque…
En
fin, tenemos los belenes, como el clásico de la Real Cofradía en la Torre de
los Anaya o el napolitano de la Seráfica en San Benito, o los de algunas
parroquias más vinculadas a las hermandades y tendremos la exaltación navideña
del Despojado, el ya clásico festival Ningún Niño sin Juguete que continúa con
la figura de Loren en el recuerdo o el recorrido del Cartero Real el 2 de enero,
etc.
Magníficas
iniciativas a las que ojalá se sumen muchas más para recordar un fundamento
esencial no ya de la fe sino de nuestra cultura. Y mientras cavilaba sobre cómo
darle forma este pensamiento, la Expiración se subía al escenario de la Plaza
Mayor y se volvía a meter en el bolsillo a miles de personas este pasado
sábado.
Claro,
todo con música rueda mejor y si es con la calidad de agrupaciones como esta,
mejor. Imagino que no será fácil cambiar el Alma de Dios de la noche del
Domingo de Ramos por el Navidad, dulce Navidad y que siempre suene a
gloria. No sé si se habla lo suficiente de la bendición que es contar en
nuestra ciudad, en Semana Santa o en Navidad, con La Expiración.




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